SOBRE LOS ORÍGENES DEL CANTONALISMO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

19.10.2023 07:18

               

A España llega su primera república.

En 1868 una variopinta coalición de fuerzas liberales destronó a Isabel II. Cada una a su manera pretendió reformar la viciada vida política nacional y remontar la delicada crisis económica que laceraba España. Sin embargo, los buenos propósitos naufragaron y los enfrentamientos civiles desgarraron el país. El 10 de febrero de 1873 un asqueado Amadeo I abdicó del trono español en su nombre y en el de sus descendientes, y al día siguiente el Congreso y el Senado reunidos en Asamblea Nacional proclamaron la República por 258 votos favorables contra 32 contrarios. Desgraciadamente el nuevo régimen no trajo tampoco la anhelada estabilidad. Los propios republicanos se combatieron entre sí con dureza. Mientras tanto proseguía la agotadora insurrección en Cuba contra la autoridad española, con la complacencia de los Estados Unidos surgidos de la Guerra de Secesión, y en Cataluña, Navarra y el País Vasco el dominio territorial de los carlistas ganaba en extensión. En estas circunstancias no pocos apostaron por un retorno de la dinastía borbónica reformada de sus defectos más clamorosos.

 Juicios sobre el cantonalismo.

Tal movimiento político de resultados bien sonoros en la Historia de España ha sido enjuiciado con dura severidad. Emilio Castelar abrió el fuego dialéctico el 30 de julio de 1873 en las Cortes Constituyentes. El cantonalismo socavó desde dentro la I República en el momento más inoportuno, destruyendo toda posibilidad real de acceso a la democracia. Tambaleó la unidad nacional con la animación de los peores instintos separatistas de diversas localidades de la Piel de Toro. Ocasionó un desorden intenso, a veces identificado con la anarquía, aunque los internacionalistas coetáneos no siempre le dieran su apoyo. Claro que tampoco el cantonalismo pretendió disolver la integridad nacional. Si queremos entenderlo lo mejor es estudiar sus aseveraciones y acciones, prescindiendo en la medida de lo posible de las descalificaciones más interesadas.

Sus inicios doctrinales.

Se encuentran entre los demócratas españoles de la animada década de 1850, plena de cambios económicos y sociales de gran trascendencia. Entre ellos se produjo una intensa desilusión por la ruta por la que moderados y progresistas condujeron al liberalismo, en exceso complaciente a su criterio con las supervivencias del Antiguo Régimen. Figuras como Roque Barcia se confesaron admiradores del impulso popular atribuido a las Juntas locales del siglo XIX, contrario a todo autoritarismo centralista, y creyeron que una verdadera revolución instauraría la verdadera democracia política, religiosa, civil, judicial y administrativa, que se concretaría respectivamente en el cese de toda forma de absolutismo, en la completa anulación de todos los privilegios de la Iglesia Católica, en la aniquilación de cualquier vínculo nobiliario, en el establecimiento del jurado y en la abolición de las contribuciones discriminatorias lesivas para las clases populares. Este radicalismo liberal, en un sentido muy alejado del que se le daría hoy en día, se ligó a la verdad religiosa del Evangelio de la Libertad, que contempló a Jesucristo como uno de los primeros demócratas. A estas influencias de corte protestante, tamizadas por los católicos liberales y los utopistas de la Francia de la II República, se sumaron las de los primeros socialistas, especialmente de aquellos que como Proudhon defendían el principio de la libre asociación, con individuos plenamente realizados con por el trabajo en pro de la comunidad. Con tales premisas, pronto se convertirían en fervorosos republicanos.

Su forma de entender la sociedad.

Más que postular una sociedad de masas en la que tuviera la hegemonía la propiedad colectiva o la estatal, defendieron una de pequeños y medianos agricultores, artesanos y comerciantes, vecinos de pequeñas y medianas poblaciones, encarnación viva del activo pueblo español que fue capaz de realizar la Reconquista y de expulsar a las tropas de Napoleón sin implorar la ayuda de la aristocracia. Profundamente imbuidos de las grandezas de la Historia de España según la sensibilidad decimonónica, plena de mitos de amplias resonancias políticas, concibieron la Patria como el país de leyes benéficas para sus naturales al estilo de los enciclopedistas ilustrados. En vista de ello, algunos como Santiago Ezquerra declararon en 1869 que los españoles carecían de una auténtica patria.

Su concepción de España.

La mejor forma de convertir España en patria de los españoles pasaba por una revolución, alejado del mero motín, que trajera el progreso. Distanciaría España de toda sombra de despotismo oriental degradador de la condición humana, y la acercaría a la vida pública de las ciudades libres del antiguo Imperio alemán y de los cantones suizos, semillero de gentes industriosas y afables. Las primeras servirían de modelo y espejo ideal a las urbes andaluzas, tan ricas en recursos de todo tipo como degradadas por culpa de su ordenación social. Estos demócratas dieron por buenos y asimilaron los mitos históricos de los liberales germánicos, que reivindicaron Suiza como la cuna entre montañas de la libertad europea, personificada en la figura de Guillermo Tell. En consonancia asimismo con la asociación del federalismo con el liberalismo en los Estados Unidos, el modelo confederal suizo aplicado a España favorecería su conversión en un régimen avanzado, donde las localidades y las regiones gestionarían con limpia honradez sus asuntos particulares sin la intromisión corruptora de los agentes del centralismo. Esta confederación española, a la que sería invitada Portugal, revivirían las glorias de nuestros Estados medievales (como la prestigiada Corona de Aragón) y sería ejemplar para el resto de Europa, capaz de unificarse a medida que la democracia progresara entre sus naciones.
 

Decisiones con futuro.

En noviembre de 1872 el Consejo Provisional de la Federación Española expresó que se conservaría la división territorial provincial mientras se formaran los cantones federales sobre la base de los antiguos reinos hispánicos, evitando peligrosas disputas en tiempos revolucionarios (al menos por el momento). En el seno del republicanismo ya se había consumado la división entre republicanos centralistas y federalistas, divididos a su vez entre un sector más gradualista y otro más radical, el de los cantonalistas que exigieron su derecho a la utopía.

Un momento volcánico de la Historia de España.

Los cantonalistas eran los federalistas radicales que en julio de 1873 se lanzaron a la insurrección en varios puntos de la geografía española en la línea de las Juntas que se remontaban a la Guerra de la Independencia, sin dejarse arrebatar el triunfo político por alguna triquiñuela parlamentaria o extraparlamentaria habitual en la historia política del XIX español, aunque con ello comprometieran la viabilidad del proyecto republicano. Sus aspiraciones de reforma social distaron de las posteriores del socialismo revolucionario, y se mantuvieron dentro del marco demoliberal pese a ciertas posturas anarquizantes en algunos puntos. Quisieron rehacer España desde su base local y social de manera voluntariosa, pero su resultado práctico trajo una situación caótica, lo que los descreditó a ojos de muchos de sus coetáneos y de generaciones venideras. El cantonalismo se convirtió en sinónimo de destrucción de la unidad española y de separatismo localista, aunque no pretendiera realmente ni lo uno ni lo otro.

Para saber más.

Juan Trías y Antonio Elorza, Federalismo y reforma social en España (1840-1870), Madrid, 1975.