SIGNIFICADOS DE LA CIVILIZACIÓN MEDIEVAL. Por Carmen Pastor Sirvent.

15.06.2017 13:14

                

                Surgió la civilización medieval de un fracaso, el del Bajo Imperio Romano, y de una savia renovada, la de los pueblos de estirpe germana, de los visigodos a los vikingos, que modelaron distintos Estados en el continente europeo. De la misma se fue despegando la bizantina, curioso maridaje entre el mundo griego y el eslavo que cada vez más se alejó de los patrones de organización romana.

                El Islam, con su claro expansionismo religioso y su riqueza ciudadana, la desafió con fuerza y a su embate respondió con energía, no siempre acompañada del éxito. En la península Ibérica el choque y el contacto con los musulmanes resultaron esenciales para entender la evolución de sus instituciones y de su sociedad.

                Con la disgregación del imperio carolingio, demasiado extenso para sus medios de comunicación y control, se impuso una sociedad en la que predominaron los pequeños poderes locales de guerreros de toda laya. Para generaciones de historiadores supuso la edad oscura en la que el aislamiento entre las dispersas comunidades se impuso, pero hoy en día comprobamos que bajo aquellos señores se roturaron los campos, se acumularon excedentes, se arreglaron caminos y se impuso una especie de orden público, por limitado que nos parezca a nosotros. Se sentaron las bases de una nueva organización.

                La revolución feudal, alrededor del emblemático año mil, emanó de aquellas fuerzas locales, que se lanzaron contra los poderes con resabios romanistas, desde el reino de León al Sacro Imperio. En buena lógica hubieran descuartizado todavía más la geografía política de Europa, pero alumbraron otros Estados, ya que el principio feudal (el de señores y vasallos) impregnó la idea de la monarquía y la de la Iglesia. Bien podemos sostener que nació un nuevo romanismo, el de la Cristiandad.

                El expansionismo guerrero se orientó hacia las cruzadas, que no dejaron de tener su buena dosis de idealismo. Los que tomaron la cruz al principio prefiguran a los conquistadores de América, ayunos de dignidades, tierras y siervos. El reino de Jerusalén representó algo más que la garantía para los peregrinos a Tierra Santa. Fue la aspiración de muchos, uno de los grandes acicates de la cruz. Las fiebres aniquilaron a muchos recién llegados y las divisiones de los cruzados hicieron el resto ante unos musulmanes cada vez más unidos y eficaces en el campo de batalla. Tras la pérdida del dominio de Jerusalén, los cruzados tuvieron otros objetivos de conquista, como la cristiana Constantinopla. De todo ello quedó la cristianización del caballero de la mano de las órdenes militares. Los templarios cayeron bajo los golpes de una monarquía, la francesa, que había contemplado la cruzada como un medio de fortalecimiento.

                Los cruzados partieron de una Europa que iba ampliando sus horizontes económicos, en los que la vida urbana volvía a recobrar la fuerza más allá de la ruta jacobea. Los constructores que tomaron el arco de medio punto, tan fundamental en el arte de los romanos, alzaron al comienzo edificios macizos con bóvedas de piedra que requerían sólidos soportes. Las elevadas torres compensaron a veces su modesta altura a ojos de los creyentes, que pudieron recrearse en sus biblias de imágenes, de escultura y de pintura, que recreaban los miedos y las esperanzas de aquella humanidad ciertamente atormentada. De inspiración romana, el románico adoptó muchos elementos icónicos del arte bizantino, de elegante majestuosidad. La necesidad de acoger a multitudes de peregrinos, como en Santiago de Compostela, animó unos templos románicos más complejos y altos, que a la larga estuvieron en la evolución hacia otra arquitectura, la del arco ojival o apuntado, que pretendía alcanzar a Dios a través de filigranas de piedra y vidrieras, las de las catedrales del mal llamado arte gótico, expresión llena de desprecio hacia unas creaciones audaces en las que se plasmó el sufrimiento humano con realismo, imagen clara del Jesús crucificado.

                Aquél dijo que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que un rico fuera al cielo, pero su representante teórica en este mundo, la Iglesia, se destapó como una verdadera continuadora del imperio romano en su autoridad suprema, su organización territorial y su idioma, lo que no impidió que el Papado se viera arrastrado a los combates en las calles de Roma y al desafío de los emperadores de Bizancio y de Germania. Si de Oriente vino el cisma del que nacería la moderna iglesia ortodoxa, del Norte de los Alpes vino una enojosa lucha (la guerra de las investiduras) por el nombramiento de las altas dignidades eclesiásticas y sobre el predominio dentro de la Cristiandad. Curiosamente, fueron los emperadores como Otón I los que salvaron al Pontificado de su degradación y los que impulsaron en sentido dialéctico un movimiento de renovación que se volvería contra sus intereses temporales. Cluniacenses y cistercienses acometieron con energía una tarea que les brindó no escasos éxitos, con modelos de organización económica eficientes y productivos, y no menores recelos cuando la pobreza se convertía en pleno siglo XII en un problema humano y de conciencia de primera categoría.

                Ni la limosna por medio de los legados piadosos, ni la pobreza voluntaria preconizada por los valdenses frenaron la fuerte inquietud espiritual de muchos cristianos. Bajo la protección de los poderes señoriales del Sur del Loira, en tierras occitanas, ganó fuerza una verdadera iglesia, la de los cátaros, que contemplaron con aprehensión lo físico para ensalzar el ánima, prisionera en el cuerpo. Desde Roma se reacción con contundencia, ya que se favoreció la creación de nuevas órdenes (como las de los dominicos y los franciscanos), se llamó a la cruzada y se iniciaron las sesiones de la inquisición. Auxiliada por la monarquía francesa, rival de la inglesa y la aragonesa en la región, la iglesia católica ganó autoridad, pero más tarde sucumbiría ante el embate de Felipe IV de Francia. De aquí surgiría la realeza sacra y la monarquía pontificia de Aviñón, germen del futuro Cisma y de la protesta religiosa que se iniciaría en la Inglaterra del siglo XIV, arraigaría en la Bohemia del XV y culminaría en Alemania con Lutero y los que le siguieron.