PORTUGAL EN LA FASE IBÉRICA DE LA GUERRA DE LOS CIEN AÑOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

08.01.2016 06:55

 

            La desestabilización de la Corona de Castilla y las reclamaciones hispánicas de Fernando I de Portugal.

            A mediados del Trescientos Castilla se había erigido en una gran potencia de la Cristiandad, galanteada por Francia e Inglaterra en su larga guerra, que Michelet bautizaría como de los Cien Años. Las posiciones inglesas en el Golfo de Vizcaya y sus comunicaciones con sus aliados en los Países Bajos peligrarían si los franceses dispusieran de la colaboración de la armada castellana en el Atlántico.

            Asesinada la francesa reina doña Blanca por mandato de su regio esposo don Pedro (muerte denunciada en los romances), se propuso en 1363 la alianza con una entonces triunfante Inglaterra. Don Carmelo Viñas Mey lo interpretó como el deseo de la realeza de ganarse la asistencia de los grandes mercaderes y de los prohombres de las ciudades castellanas en contra de la alta nobleza, mayoritariamente profrancesa.

            El giro diplomático de Pedro I no ocasionó problemas con Portugal. En 1364 su rey don Pedro mandó diez galeras para ayudarlo en el asedio de Valencia. Circunstancialmente el monarca castellano también recibió la ayuda de navarros y musulmanes granadinos en su enfrentamiento con una Corona de Aragón puesta contra las cuerdas.

            El aragonés Pedro IV realizó un titánico esfuerzo para derrotar a su rival en campo abierto, sin conseguirlo. Tras cada irrupción castellana tuvo que negociar duramente con las Cortes de sus distintos reinos la ayuda económica necesaria para alzar un ejército, cuyo despliegue eludieron con inteligencia las huestes castellanas. Al pasar los meses los guerreros de Pedro IV concluían sus obligaciones de servicio, y Pedro I de Castilla lanzaba un nuevo zarpazo con contundencia. Libre de compromisos parlamentarios y seguro de su retaguardia portuguesa, el rey castellano parecía a punto de conseguir una Castilla la Nueva en la fachada mediterránea.

            La dureza de su gobierno terminó siendo su talón de Aquiles. Sus afanes justicieros, a diferencia de su padre Alfonso XI, le merecieron la fama y la nombradía de cruel, complaciéndose según ciertos autores con los aballestamientos de las mujeres e hijas de sus rivales. El gran cronista don Pedro López de Ayala censuró sus artimañas, indignas de un caballero, en la ejecución del infortunado Rey Bermejo de Granada.

            En pugna con el autoritarismo regio, gran parte de los ricoshombres castellanos encontraron su caudillo en uno de los hijos bastardos de Alfonso XI, don Enrique de Trastámara, varón intrépido y decidido obligado a buscar fortuna fuera de los reinos de su hermanastro. Después de diferentes tanteos Pedro IV de Aragón concertó con él una serie de acuerdos. A cambio de asistencia económica que le permitiera contratar un poderoso ejército que le conquistara el trono castellano, don Enrique entregaría a cambio al aragonés un área fronteriza que abarcaba el reino de Murcia, Requena, Utiel, Moya, Cuenca, Molina y sus aldeas, Almazán y Soria, modificando el equilibrio hispánico.

            El de Trastámara contó con expertos capitanes bregados en la Guerra de los Cien Años, como el celebérrimo Bertrand Du Guesclin, Hugh de Calviley o Matthew de Gornay. Desde el siglo XII habían proliferado mercenarios en el disputado Sur de la Galia, los routiers de variopinta procedencia geográfica y extracción social. Muchos de ellos nutrieron las compañías de almogávares que combatieron en la frontera andalusí, alcanzando fama en las guerras italianas y en la expedición a Oriente de Roger de Flor. Las comunas o ciudades de Italia recurrieron cada vez más al servicio de unidades mercenarias, con las que se suscribía un convenio o condotta, ante las carencias marciales de sus huestes vecinales. Liberados de las cortapisas legales de circunscribir su servicio a unos meses del año, los bien instruidos mercenarios fueron muy requeridos tanto por la monarquía francesa como por la inglesa, que habían acrecentado su poder recaudatorio.

            En 1364 subió al trono de Francia Carlos V, empeñado en reconstruir la fuerza y el ascendiente de una monarquía humillada por los ingleses en el campo de batalla y conmocionada por la insurrección social y política. En el ducado de Aquitania el príncipe de Gales, llamado el Príncipe Negro por el color de su armadura, se mantenía altanero, e insolentemente desafiantes al Sur del Loira y alrededor del Macizo Central las compañías de mercenarios, ahora carentes de ocupación al servicio del rey. Las soldadas las arrancaron de los aterrorizados comarcanos, imponiendo su terror desde fortificaciones conquistadas a otros. De sus pillajes no se libró ni el mismísimo Papa de Aviñón. Al final no los alejaron ni las excomuniones ni la ira regia, sino la tentadora perspectiva de ganancia en la Península Ibérica, a la que se encaminaron las compañías blancas comandadas por hombres sedientos de honores, tierras y riquezas. Con ostensible alivio el pontífice Urbano V los bendijo como cruzados que iban a medirse con los moros y los judíos de las tropas de Pedro I. Enrique de Trastámara ya disponía de ejército contra su cruel hermanastro.

            En 1366 hacía su entrada en la aúlica Toledo don Enrique, coronándose en el burgalés monasterio de Las Huelgas con gran pompa, y don Pedro marchó hacia Sevilla. Pidió ayuda a su aliado el rey de Portugal, y ofreció al infante don Fernando a su hija Beatriz en matrimonio. De todos modos los recelos hacia su posible yerno, sobrino de la esposa de su rival Trastámara, le impidieron permanecer en tierras portuguesas. Prosiguió su camino hacia una tierra donde aún tenía muchos seguidores, Galicia, desde donde se embarcó hacia Bayona con la intención de obtener la ayuda del Príncipe Negro.

            El inglés no se resignó a perder fuerza al Mediodía, y acompañó al frente de sus tropas al expulsado don Pedro a recuperar sus estados. En 1367 midieron sus armas en la batalla de Nájera con las tropas de don Enrique, cuyo conducta esforzada no le impidió ser derrotado. Nuevamente tuvo que marchar de una Castilla desgarrada por los enfrentamientos. Volvió a regir Castilla con saña don Pedro, y don Enrique a irrumpir en ella. En 1369 dirimieron definitivamente sus diferencias en Montiel, donde Du Guesclin se negó a quitar o a poner rey aunque ayudara a su señor. El conde de Trastámara por fin se había convertido en Enrique II.

                

            No todos se mostraron conformes, y aquel mismo año don Fernando de Portugal anunció su pretensión al trono de Castilla y León al ser biznieto del rey Sancho IV. Fernando I había sido coronado en 1367, dejándole su padre en la Torre do Haver del castillo de Lisboa un cuantioso tesoro de 800.000 piezas de oro, 400.000 marcos de plata, y otras monedas y objetos de singular valor. El notable cronista Fernäo Lopes lo pondera como el más rico rey portugués hasta ese momento.

            Frente a la precavida política de Pedro I desplegó otra mucho más osada. Sus gustos caballerescos, visibles en su gran pasión cinegética, y el favor que dispensó a los fidalgos lo predispusieron a la aventura castellana. Sumó sus fuerzas a las de Aragón, Navarra y Granada, prestas a ajustar cuentas con la poderosa Corona vecina. Con gusto aparejó a sus caballeros y armó una escuadra de doce galeras.

            Enrique II distaba de ser reconocido por todos. Zamora, Ciudad Rodrigo, Alcántara, Valencia de Alcántara y Tuy proclamaron a don Fernando su rey, que no titubeó en reconocer sus fueros y privilegios con largueza. En La Coruña el maestre de Cristo defendió su causa.

            El derrumbe de las pretensiones de Fernando I.

            Enrique II pasó con celeridad a la ofensiva. Negoció la entrega de la estratégica Zamora y se encaminó a tierras gallegas. Penetró en territorio portugués, cercando y tomando Braganza desplegando pequeñas fortificaciones de asedio o bastidas según le aconsejaron sus capitanes bretones. No se arriesgó a asaltar Guimaraes, y en Braganza esperó con actitud de desafío a Fernando I, que prefirió rehuir el combate directo.

            En el crudo invierno de 1370 asedió infructuosamente el rey castellano Ciudad Rodrigo. Con la mejora de la estación los portugueses replicaron en los mares, y su flota de 16 galeras y 24 naos asoló Cádiz. Faltas de remos, las 20 galeras castellanas no lograron darles caza mar adentro. Enrique II pidió formalmente la ayuda del señorío de Vizcaya, cuyas naos apresaron dos enemigas junto a tres galeras.

            Los gastos resultaron ya lesivos para el caballeresco Fernando I, enfrentado además a una angustiosa subida de precios. Las paces comenzaron a ser negociadas. En 1371 Enrique II le ofreció la mano de su hija doña Leonor, dotada con tres millones de maravedíes. Las fortalezas castellanas de Alburquerque, Alconchel y Azagala, y las portuguesas de Campo Mayor, Marvan, Nodar y Portalegre garantizarían el acuerdo. Al final el portugués prefirió casarse con doña Leonor Téllez de Meneses, aunque el rey castellano transigió a cambio de la paz (firmada en Alcoutim el 31 de marzo del 71) y la entrega de La Coruña, Ciudad Rodrigo y Valencia de Alcántara. Ahora bien, el conflicto distaba de haberse cerrado.

            A diferencia de Pedro IV de Aragón, Fernando I prestó oídos al duque de Lancaster, Juan de Gante. Al enfermar su hermano el Príncipe Negro asumió el gobierno de Aquitania y con razón temió el poder de Enrique II de Castilla. El deán de Segovia Juan Gutiérrez le propuso casarse con doña Constanza, la hija del difunto Pedro I, y el enlace se hizo en Mont-de-Marsan en septiembre de 1371. Su hermano Edmundo, a su vez, contrajo matrimonio con la otra hija del Cruel, doña Isabel. En  Bayona se organizó una nueva corte, en la que el deán de Segovia fue canciller, pero la proclamación de Juan de Gante como rey de Castilla encontró muy pocas simpatías, excepto en algunos puntos de Galicia. La alianza entre Enrique II y Carlos V de Francia resultó muy adversa para el poder inglés: su flota fue batida entre el 23 y el 24 de junio de 1372 frente a la Rochela, que cayó en manos francesas el 8 de septiembre.

            Don Fernando de Portugal intentó rectificar el resultado de la paz de Alcoutim. Se ha sostenido que entre sus motivaciones también estuvo el temor al anterior marido de doña Leonor Téllez de Meneses, Juan Lourenço da Cunha, refugiado en tierras castellanas. Reconoció a Juan de Lancaster como rey de Castilla, y antes de finalizar el 1372 los caballeros castellanos contrarios a don Enrique (acogidos a su protección, como Fernán Alfonso de Zamora y Men Rodríguez de Sanabria) se alzaron en Tuy y en Viana. Fernando I ordenó apresar en Lisboa las naos de Vizcaya, Guipúzcoa y Asturias. A las rivalidades señoriales se unieron las mercantiles.

            Don Diego López Pacheco (coaligado con Juan Lourenço da Cunha) informó cumplidamente a Enrique II en Zamora de la enemistad del rey de Portugal y de sus dificultades con sus gentes del común, caballeros y su propio hermano don Dionís, descontento con el matrimonio de Fernando con Leonor. No perdió oportunidad el monarca castellano, y a mediados de diciembre del 72 volvió a la carga con su energía característica. Tomó las plazas de Almeida, Pinel, Cellorico y Linares, y se entrevistó con don Dionís. Doce galeras, paralelamente, zarparon de Sevilla para atacar la costa enemiga. Mientras, Fernando I permanecía en Santarém al acecho. La mediación papal no remansó las agitadas aguas.

            

            Los castellanos y sus seguidores conquistaron Viseo en 1373. Se unieron en Coimbra, donde se encontraba la reina de Portugal, las huestes de los maestres de Santiago, de Calatrava, del conde de Niebla y de otros vasallos andaluces de Enrique II llegados por el camino de Alcántara. El castellano no se entretuvo con la reina y fue al encuentro con su regio consorte. En Torresnovas nuevamente Fernando I no quiso librar batalla.

            Con sólo 600 caballeros tampoco la ofreció en Santarém, provocando las iras de los representantes de Lisboa. Allí se dirigió Enrique II. Sus tropas irrumpieron en la ciudad exterior, pero no en la villa amurallada. Los lisboetas se defendieron con bravura. Sus barcos lograron entrar socorros, cuatro galeras con ruedas de hierro y quince naos cerraron el paso a los atacantes, y sus ballesteros no cejaron de zaherirlos con persistencia. A la espera de la arribada de su flota, los castellanos incendiaron la ciudad y las embarcaciones de sus atarazanas. Con el mes de marzo llegaron doce galeras de Castilla, bien capaces de apresar dos portuguesas y muchas naos.

            En verdad los dos contendientes yacían exhaustos, y la concordia ofrecida por el legado papal, el cardenal Guido de Bolonia, se recibió con alivio. El duque de Lancaster emprendió una esteril expedición contra Castilla a través de Francia, que concluyó sin pena ni gloria ante Burdeos al finalizar 1373. Los dos reyes y sus más allegados conversaron en tres barcos fondeados en el Tajo. El 23 de febrero de aquel año se firmó la paz de Santarém. Los portugueses aceptaron finalmente entregar rehenes, expulsar a los disidentes castellanos (cerca de quinientos caballeros encabezados por don Fernando de Castro), y auxiliar a Castilla con cinco galeras a la hora de cumplir su socorro anual a Francia, aliada de Enrique II. Entre otros enlaces, se dio el visto bueno al matrimonio del hermano del rey de Castilla, don Sancho, con doña Beatriz, la hermana del de Portugal. Ya se pensó en conseguir el trono portugués por la vía matrimonial.

            La crisis política de Portugal.

            Las fracasadas campañas contra la Castilla de Enrique II quebrantaron la imagen y la autoridad de Fernando I, que no tuvo más opción que reunir Cortes. En las de 1372 se le censuró con severidad. Los cuantiosos préstamos de oro a Pedro IV para que asoldara tropas contra Castilla se evidenciaron con toda crudeza un derroche sin paliativos. Las epidemias habían golpeado con dureza a la población del reino, yaciendo sin cultivar muchas de sus tierras. La resultante carencia de cereales aumentó el descontento popular, que estalló en las grandes localidades. En Lisboa los amotinados, conducidos por un sastre, protestaron en términos muy airados contra la aborrecida reina doña Leonor.

            La alianza con Castilla se consideró una imposición gravosa. Tras el fallecimiento del incansable Enrique II, su hijo Juan I ascendió al trono castellano. Imbuido de un elevado sentido de la dignidad regia, don Juan prosiguió la política paterna de supremacía hispánica y alianza con Francia, proyectando su poderío naval en aguas atlánticas. Recién coronado en Burgos el 25 de julio de 1379, mandó en ayuda de su coaligado francés una escuadra de ocho galeras, de las que cinco eran portuguesas. Al conocer la noticia de la muerte de Enrique II se consideraron desligadas de todo pacto y subordinación, dirigiendo sus proas hacia Portugal.

            Juan I no cejó en sus propósitos, y empleó la diplomacia de los casorios. En 1380 se negoció el enlace del infante don Enrique con la infanta doña Beatriz de Portugal. Al mismo tiempo consiguió que los portugueses se sumaran al partido de los Papas de Aviñón en vivo contraste con la obediencia romana de Inglaterra. En amplios grupos de Lisboa y Oporto, localidades con serios problemas frumentarios, se vio con muy malos ojos una decisión que violentaba los vínculos mercantiles con los dominios ingleses. De tales descontentos partió la llamada al poco lucido Juan de Gante, y en 1381 el conde Edmundo de Cambridge tomó el guante de la defensa de la causa de su hermano. Quiso partir hacia el inquieto Portugal con mil hombres de armas y mil arqueros para ajustar cuentas con el rey de Castilla de la casa de los Trastámara.  

            El tambaleante reino de Fernando I fue arrastrado a la guerra. Se ensayaron una vez más métodos probados, como el de alentar la disidencia en el campo contrario. Se tentó a un hermano de Juan I, el conde don Alfonso, para encumbrados propósitos que colmaran su ambición personal. Los castellanos replicaron contundentemente: irrumpieron por Almeida y su escuadra de 17 galeras venció a la portuguesa de 23 en Saltes. Carentes de monturas llegaron en sus naos las unidades inglesas a Lisboa.

            En 1382 Juan I volvió a cargar contra Fernando I, insistiendo en batallar con él. Los castellanos se encaminaron hacia Badajoz. Desplegaron una fuerza de 5.000 hombres de armas y 1.500 jinetes ligeros, además de considerables contingentes de ballesteros y lanceros. Alinearon los portugueses 3.000 hombres de armas procedentes de sus fidalgos junto a los aliados ingleses. Los dos ejércitos no se acometieron al final y optaron por retornarse presas y cautivos. Una negociación se puso en marcha, la del matrimonio de doña Beatriz, la hija del infortunado Fernando I que terminaría casándose con el rey de Castilla el 17 de mayo de 1383. El 22 de octubre pasó a mejor vida el rey de Portugal que quiso serlo de Castilla. Las tierras portuguesas yacían en el caos de las discordias.

            División y revolución.

            El monarca castellano vio llegada su oportunidad de entronizarse en Portugal. Apresó al hermano del difunto Fernando, don Juan. En su Consejo algunas voces le reclamaron prudencia hasta conocer mejor la opinión de los portugueses, ciertamente alterada.

            

            Juan I ordenó solemnes exequias en Toledo por el fallecido monarca y avanzó hasta Guarda, seguro de su obispo y de sus partidarios de la nobleza. La desacreditada reina madre doña Leonor se refugió en Santarém. Los aires que soplaban en Lisboa eran tan adversos para ella como para el rey castellano.

            Allí era muy popular uno de los hijos bastardos de Fernando I, el maestre de Aviz don Juan. Encargado como frontero de Riba de Odiana (Serpa, Moura, etc.) de la defensa del reino contra las pretensiones de Castilla, muchos lo vieron como el sucesor del fallecido rey. Los lisboetas lo defendieron con acaloramiento y evitaron que fuera asesinado por sus oponentes, alzándose en armas. Sus móviles fueron más allá del simple apoyo a uno de los pretendientes al cetro de Portugal.

            Lisboa ya se había erigido en la gran ciudad del reino, acuciada por los problemas de abastecimiento y por la competencia de los mercaderes vizcaínos y sevillanos. Descontenta del autoritarismo de Fernando I, demasiado exigente de impuestos sin escuchar mucho su voz, reclamó con vigor su preeminencia en el agitado Portugal, pues ya se consideró su cabeza, entrando en colisión con otras municipalidades celosas de sus derechos y privilegios en materia de pastos, saca de trigo o exacciones comerciales. Le aconteció en el fondo lo mismo que a Barcelona en relación al principado de Cataluña y a Valencia respecto a su reino en la Corona de Aragón. Su apoyo al de Aviz le granjearía privilegios y el dominio sobre los términos de Torres Vedras y Alemquer.

            Nutrido por hombres de negocios y caballeros, el patriciado lisboeta lanzó a la revuelta a las gentes de sus bandos, menestrales en deuda o fieles a sus banderas. La rebelión no perdonó a los valedores de Juan I de Castilla. El obispo Martín de Zamora no pudo salvar su vida en la torre da Sé. Igual destino sufrió el prior de Guimaräes. El impulso de los alzados acometió igualmente a los judíos, siendo blancos predilectos de su furia el tesorero mayor don Judas y el consejero real David Negro. Evitó lo peor el propio maestre de Aviz, que no siguió el populismo antijudío de Enrique II de Trastámara en su conquista del poder.

            A fines de 1383 Lisboa era una ciudad en ebullición, que no ofrecía confianza al mismo Juan de Aviz. Desde su refugio la reina madre movió a sus adictos, buscando matar al maestre, que consideró marchar a Inglaterra. El venerado franciscano fray Joäo da Barroca puso su convicción a su servicio. El maestre se convirtió en regidor y defensor del reino, alumbrándose un nuevo poder en Portugal con vocación de ser acatado. Con la ayuda de los descontentos de las capas urbanas fue tomando los castillos de Beja, Portalegre, Estremoz y Évora. En Oporto tomó su voz Affonsoeanes Pateiro, que supo movilizar a las gentes del pueblo.

            Juan de Aviz no tuvo más remedio que aceptar un equilibrio de poder más favorable a los ciudadanos, ya que Lisboa se avino a pagar un servicio de moneda voluntariamente. Pronto se enviaron embajadas a Inglaterra recabando ayuda.

            El rey de Castilla quiere serlo también de Portugal.

            Los historiadores nacionalistas se complacen en relatar el pasado de su país en términos de gran sencillez, atribuyendo a los hombres del ayer los puntos de vista del hoy. Juan I de Castilla se propondría hacer realidad España, según unos, y Juan I de Portugal lograría la independencia nacional, según los otros.

            En el siglo XIV Hispania no se entendía como una nación, expresión política de una comunidad organizada y diferenciada empleada desde la Revolución francesa. Era una expresión geográfica de origen romano, prestigiada por San Isidoro de Sevilla, sobre la que diferentes reinos tenían apetencias políticas. En el supuesto que el rey de Castilla se hubiera impuesto Portugal no habría perdido sus instituciones particulares, fundamento de su singularidad. Así acontecería de 1580 a 1640.

            Asimismo los nacionalistas conciben los conflictos con los vecinos en términos de unanimidad. La comunidad amenazada defendería el solar patrio como una sola persona sin titubeos. Sin embargo, la realidad nos dice otra cosa muy distinta. Muchos portugueses tomaron el partido del rey de Castilla. Entre Douro e Minho localidades como Braga y Guimaräes, en Traz-os-montes Bragança, en la Beira Castel Rodrigo, Entre Tejo e Guadiana Crato, Mertola y Olivença, y en la Estremadura Santarém, Torres Vedras, Leiria y Alemquer. Las rivalidades entre ciudades podían ser más vivos que los que enfrentaban a los reinos.

            Juan I de Castilla entró en Portugal nuevamente en 1384. En Santarém doña Beatriz no tuvo más remedio que resignarle la autoridad. Muchos caballeros portugueses le rindieron pleitesía, pero no Coimbra ni Lisboa entre otros. La primera recibió a los seguidores del rey castellano con saetas y truenos, las ballestas pirobalísticas que ya emplearon la pólvora. El de Castilla reaccionó con ira y ordenó prender a la desdichada doña Beatriz, a la que se recluyó en Tordesillas.

            

            Tampoco se arredró Lisboa, pese al imponente despliegue militar del monarca castellano. En marzo de 1384 comenzaron las labores de asedio. Juan I desembarcó de sus galeras al frente de sus tropas. En Monte Olivete dispuso su campamento fuerte o real, y ordenó talar los árboles y las viñas de alrededor de la ciudad, con la intención de rendirla por hambre. Los sitiados reaccionaron lanzando salidas de castigo por la puerta de Santa Catalina.

            Hacia el 29 de mayo su situación empeoró. El de Castilla había trasladado su real a Cidade, amparado en sus 5.000 lanzas. Mientras Lisboa sufría la afluencia de refugiados que mermaban las provisiones, el real era bien abastecido desde Santarém y Sevilla, recalando en el animado lugar las carracas de Levante que se dirigían hacia Flandes. Mercaderes, adivinos y prostitutas encontraron una ocasión propicia para la ganancia.

            Caballeros, ciudadanos y clérigos de la sitiada Lisboa formaron cuadrillas que reforzaron con madera las 38 puertas y las 77 torres de su muralla. Desde el Norte les llegaron preocupantes nuevas: las tropas gallegas del arzobispo de Braga habían cercado Oporto. Su caída sentenciaría Lisboa. Con gran esfuerzo sus galeras partieron en auxilio, atacando la costa de Betanzos, pero Juan de Castilla no daba tregua. La armada de socorro formada con graves dificultades en Oporto fue duramente castigada por la castellana cuando intentaba entrar en el estuario del Tajo. Juan de Aviz animó a los suyos infructuosamente desde la ribera.

            La prolongación de las operaciones hizo recomendable la apertura de negociaciones, tan propias de los asedios de la época. A cambio de rendir homenaje al monarca castellano, el maestre sería el gobernador del reino en nombre de la defenestrada Beatriz. Se negó.

            De repente la pestilencia brotó en la asediada ciudad. Varones como el gran navegante Fernán Sánchez de Tovar cayeron por la epidemia. Juan I de Castilla tuvo miedo de morir como su abuelo Alfonso XI ante Algeciras, y alzó su real el 3 de septiembre. Los lisboetas lo contemplaron marchar alborozados, considerándolo un verdadero milagro. Fue el punto de inflexión de la guerra.

            San Jorge contra Santiago.

            Juan de Aviz salió reforzado, bien auxiliado por su amigo el condestable Nuno Alvares, cuya capacidad oratoria y destreza de organizador rindieron buenos resultados en el despliegue de la infantería.

            Los dos amigos supieron aprovechar la oportunidad. El 6 de abril de 1385 Juan se proclamó solemnemente rey en Coimbra. Por Pascua llegaron desde Inglaterra una nave y una embarcación menor con 200 unidades de lanzas y 200 arqueros, pese a que la monarquía inglesa no pasaba por sus mejores momentos del Trescientos. A veces se ha exagerado la importancia de la contribución inglesa a la causa de Juan I, juzgándolo casi como un precedente de la intervención británica ante Napoleón.

            Los seguidores del nuevo rey portugués acreditaron unos ímpetus bastante enérgicos. Bien consolidados en la plaza de Oporto, tomaron Guimaräes (no socorrida por los castellanos) y Braga.

            Juan I de Castilla no se mostró dispuesto a soltar su presa, y nuevamente se puso al frente de sus ejércitos. Ciudad Rodrigo se convirtió en su plaza de armas de invasión e irrumpió por las Beiras. Fernäo Lopes se complace en atribuirle crueldades contra las gentes del arrabal de Coimbra y de Leiria dignas de su predecesor Pedro I para reforzar la rectitud de Juan de Aviz. Desde Sevilla había emprendido rumbo hacia Lisboa una armada de doce galeras y veinte naos.

            Al comienzo del verano de 1385 los castellanos podían haber ganado perfectamente la guerra hasta tal punto que al recién proclamado rey de Portugal le propusieron atacar Andalucía como maniobra de diversión mientras llegaban mayores refuerzos de Inglaterra. Se negó y quiso entablar batalla bajo la protección de San Jorge, en vivo contraste con el desacreditado Fernando I. Al fin y al cabo el arzobispo de Toledo Pedro Tenorio no había logrado la victoria en Troncoso.

            Las fuerzas portuguesas se dispusieron para el combate en una montañita de cima aplanada rodeada de riachuelos, situada en el territorio de una villa llamada a la fama, Aljubarrota. La experiencia del condestable Nuno Alvares fue de gran ayuda. Los caballeros portugueses desmontaron, y su rey ordenó sus batallas en el Norte de la colina siguiendo la Costumbre de España. La infantería se desplegó con solidez en el centro de la formación, bien protegida por las dos alas de sus flancos. En el derecho Mem Rodrigues y Ruy Mendes de Vasconcellos capitanearon unas doscientas lanzas, y en el izquierdo, en la llamada ala de los enamorados, Antäo Vasques se puso al frente de los arqueros ingleses. En el haz de setecientas lanzas de la retaguardia el rey don Juan permaneció vigilante.

            El 14 de agosto fue una tórrida jornada de la canícula de 1385. La marcha del ejército castellano había sido agotadora. Cuando Juan I llegó a la vista de la montañita de Aljubarrota sus ballesteros y gran parte de sus lanceros todavía se encontraban de camino. Prudentemente, al conocer la formación portuguesa al Norte, decidió pasar por el Sur. Hacia allí se dirigieron con celeridad sus rivales, que con ahínco excavaron líneas de trincheras de refuerzo. Antes de las seis de la tarde los caballeros más experimentados como el francés Juan de Rye recomendaron al rey de Castilla no emprender la lucha. Sus agotadas fuerzas no tenían las alas organizadas, resultando suicida cargar contra una posición reforzada por todo género de fosos, muy capaces de frenar cualquier impulso ofensivo. Más prudente era esperar a que los portugueses, acuciados por la falta de provisiones y de agua, dieran batalla abandonando su posición defensiva. También podían retirarse temerosos de un ejército castellano mejor dispuesto a la jornada siguiente, arruinando la nombradía del monarca portugués.

            Tan sabios consejos cayeron en saco roto, y don Juan I de Castilla se la jugó toda a una mala carta contra don Juan I de Portugal. Espoleado por los caballeros más atrevidos, que cifraban todo el poder militar en la cantidad de nobles en campaña, lanzó a sus unidades montadas a la carga. Entonces todo se desarrolló según lo advertido por el de Rye. Los caballeros de Castilla quedaron atrapados entre las fauces de Portugal. Fue tal la ocasión que los portugueses llegaron a matar a muchos cautivos que podían haber sido rescatados por dinero para apresar un botín mayor y lograr un triunfo más completo.

            Hacia Santarém huyó Juan I de Castilla, vencido como los más torpes capitanes de la Guerra de los Cien Años, aquellos que sacrificaron de manera superflua a su caballería ante la cada vez más eficiente infantería. Cayó víctima en el fondo de su ideario social. Antes de emprender la infausta campaña se le aconsejó que sus naos vizcaínas castigaran la costa enemiga y que desde las posiciones de Badajoz, Alcántara, Ciudad Rodrigo y Galicia  emprendiera acciones de desgaste de guerra guerreada: asaltos, emboscadas, robos de ganado, apresamientos, quemas de propiedades, etc. El regio caballero se negó en redondo a comportarse como un almogávar.

            El mucho más afortunado Juan I de Portugal compartió con él su mentalidad caballeresca, que también se la podía haber jugado. Su conciencia de inferioridad numérica y la destreza de Nuno Alvares le ayudaron a erigirse en el ganador de una batalla que ha sido saludada como el sol naciente de Portugal, cuyos rayos superan en brillantez a la mismísima de Ourique. La guerra distaba de haberse concluido, mas el rey de Castilla ya había perdido su oportunidad de serlo de Portugal.

            El providencialismo de la causa de Juan de Aviz.

            La guerra contra Castilla reafirmó la figura y la autoridad de Juan I de Portugal, permitiéndole escapar de algunos compromisos con los alzados de 1383. En su reino el parlamentarismo no socavaría el cesarismo como sí acontecería en la Corona de Aragón. La interpretación religiosa dada a la lucha con los castellanos tuvo una importancia extraordinaria, cargada de consecuencias.

            Muy celoso de su dignidad, Juan I se dolió de ser tratado por la propaganda enemiga como rey de Aviz en términos despectivos, y se consideró un nuevo Judas Macabeo. Enfrentado con un rey de Castilla pintado con los colores del Faraón y de Senaquerib, no tuvo empacho en proclamarse el salvador de Jerusalén, la asediada Lisboa de 1384. Presentó la batalla de Aljubarrota como la sentencia del juicio de Dios, alcanzando la victoria San Jorge Mártir sobre Santiago Apóstol. El monasterio de Santa María de la Victoria o de la Batalha conmemoraría semejante triunfo, el de la voluntad divina.

            Sus predicadores y hombres de religión sacaron buen partido de la idea de la Séptima Edad, el Sábado de descanso en honor a la alianza con Dios, reinante en la tierra con sus santos (los mismos seguidores de don Juan). En esta edad la Iglesia estaría limpia de perversidad sin otearse el atardecer para dar paso al Domingo Eterno de la Resurrección.

            El milenarismo tuvo en Portugal tanta aceptación como en el resto de una Europa azotada por la crisis y temerosa del fin de los días, donde el Anticristo actuaba como el capitán de guerra del Altísimo según San Vicente Ferrer. Tras la interpretación de los tiempos del cisterciense Joaquín de Fiore, el franciscano San Buenaventura retomó el comentario que San Agustín hiciera de la profecía de Ezequiel. Llegaron a Portugal los franciscanos hacia 1218, estableciéndose en Coimbra. Entre los canónigos de la catedral de Lisboa, regidos por la regla de San Agustín, el franciscanismo tuvo mucha aceptación. Se admiró el martirio de los evangelizadores de esta orden en el Norte de África, y la Lisboa conquistada a los musulmanes hacía menos de un siglo dio a San Antonio de Padua, el gran predicador contra los albigenses en la Italia septentrional. Otra gran animadora del franciscanismo fue la esposa del rey don Dionís, Santa Isabel, que tanto hiciera por las clarisas del reino.

            En la Hispania de tradición visigótica, tan visible en la obra de Beato de Liébana, el providencialismo encontró campo abonado. El XIV fue el siglo de Arnau de Vilanova y del establecimiento en los montes toledanos y cordobeses de los seguidores de Tomasuccio de Foligno a la espera del Apocalipsis, los jerónimos. El maestre de la Orden de Aviz (llamada inicialmente de la caballería de Évora) no permaneció ajeno a todo este pensamiento.

            Una lectura apresurada de la Crónica que Fernäo Lopes dedicara a Juan I de Portugal nos puede sugerir una visión cínica de este pensamiento, convertido en el instrumento propagandístico de unos ambiciosos sin escrúpulos, los seguidores del nuevo monarca que al igual que los pescadores apostólicos supieron pescar sus buenos provechos. De todos modos el providencialismo encontró un eco más amplio que el oportunismo de algunos. Fortaleció la autoridad de la monarquía y espoleó la expansión de los portugueses más allá de la Península Ibérica, desde Ceuta hasta el Lejano Oriente. Gonçalo Anes de Bandarra en sus Trovas de 1530 cantaría al venidero emperador del Oriente, el rey de Portugal, siguiendo las ideas que Manuel I el Afortunado expresara al Pontificado años atrás. Cuando los Austrias se hicieran con el cetro portugués se las tendrían que ver con el sebastianismo, el milenarismo que se complacía con el retorno del rey Sebastián, que no había muerto en Marruecos pese a todo. Con la Restauraçäo el jesuita Antonio Vieira anunciaría un imperio portugués en términos providencialistas. La semilla de la revolución de 1383, la del íntimo maridaje de religión y política, fue fructífera y bien puede sostenerse que alcanzó los secretos de la Virgen de Fátima.