PAREJAS Y PARENTELAS EN EL ARAGÓN MEDIEVAL.

02.08.2018 12:00

                La historia de la familia ha interesado a la investigación desde hace unas cuantas décadas para iluminar aspectos esenciales de la sociedad. El Aragón medieval brinda una magnífica oportunidad al respecto.

                En la comercial Jaca de fines del siglo XI predominaba la gente de procedencia heterogénea, agrupada a veces bajo el genérico los francos. Sus formas de vida ya eran distintas de las de los simples campesinos de los pequeños núcleos de población de la época. Su fuero de 1077 se dirigía a los particulares bajo el imperio de su concejo, sin ninguna alusión clara a linajes.

                Si avanzamos en el tiempo, las variantes del fuero de Teruel (1247 a 1265) no mencionaron la parentela en los retos entre caballeros, excluyéndose expresamente a sus estipendiarios. La justicia que respondía a la voz de la sangre no se reconocía legalmente en este caso.

                Michael Mitterauer ha valorado la fuerza de la familia conyugal desde el siglo IX bajo las autoridades señoriales, pues los clanes perderían fuerza ante los embates del cristianismo.

                En un pleito de la Ribagorza de 1119 el abad de San Victorián y el prior de Obarra instituyeron la misma costumbre en ocho lugares distintos. Toda persona podría marcharse con sus bienes muebles si decidía casarse fuera del territorio, pero las heredades se mantendrían indivisas bajo la misma familia. Tal ordenación de la base social campesina no desterraría la fuerza de la parentela. De hecho, el cristianismo la alentó por medio de los legados piadosos en beneficio de las almas de los ascendientes.

                Alfonso el Batallador reconoció en el fuero de Catalayud en 1131 la intervención de los parientes en casos de homicidio entre vecinos, rapto de una vecina y redención del cautiverio. La infanzonía se preocupó por los parientes más cercanos, presente entre los mudéjares de Tudela de 1119 y los repobladores mozárabes de 1126 en los dominios del Batallador. Las cartas de otorgamiento de infanzonía de 1125 extendieron su gracia y seguridad a los hijos, hijas, nietos y toda la descendencia. Sus exenciones de hueste se aplicaron al casero o yuguero de la villa donde poseyeran heredades propias. De ser desposeídos del honor por el rey, lo que alcanzaba a sus hijos, la tenencia pasaría a otros parientes, y no a forasteros.

                El nuevo equilibrio entre pareja y parentela se aprecia en aspectos como el permiso de bodas, la reclamación de bienes familiares, la disposición de las arras y los parentescos artificiales.

                Los infanzones de Huesca podían desheredar a sus hijos de casarse sin su consentimiento (1242). En las Cortes aragonesas de 1349, a los hermanos y parientes se les permitió la reclamación de los bienes de los familiares ausentes del reino durante más de diez años. Debían solicitarlos de los procuradores designados, dar fianzas, comprometerse a no enajenarlos, dar cuenta de su administración y a reintegrarlos en caso de retorno, pues los aspirantes a Juan sin Tierra no se la jugarían a Corazón de León.

                Bajo la protección del padre o de los más cercanos parientes, las arras de la esposa disfrutaron de la consideración de irrenunciables según Vidal Mayor en 1247.

                Los parentescos artificiales prosperaron en la Baja Edad Media. Las parteras recibieron la consideración afectuosa de madrinas administradoras de los partos. En caso de falta de descendencia, se podía prohijar por medio de la elección de un miembro perteneciente o no al linaje que cumpliera con lo acordado y los legados piadosos. Por ello Jaime I se comprometió a no injuriar a Sancho de Navarra y a combatir a Castilla para ser prohijado. A otro nivel, Martina Exavierre sufrió la incuria y los insultos de su nieto y esposa, y se acogió en 1391 a la protección del monasterio de Santa Cruz de la Serós.

                El linaje condicionó a su modo la pareja. Los conyugues dispusieron sin problemas de las arras con el permiso familiar. El fuero de Teruel graduó la cuantía de las arras según la condición de la mujer:

Doncella de la villa

20 áureos alfonsíes

Viuda de la villa

10 áureos alfonsíes

Doncella aldeana

10 áureos alfonsíes

Viuda aldeana

5 áureos alfonsíes

 

                Estas sumas se concretaron en determinadas prendas, diferenciándose el ajuar de las vestiduras. Su goce se condicionaba al cumplimiento de las nupcias, al contrato matrimonial. Si la mujer fallecía antes de las mismas, se recuperaba íntegramente la cantidad. De morir el marido, la mujer conservaría el ajuar sin las vestiduras.

                Todo matrimonio clandestino, sin permisos y contratos esponsalicios según insistía el Derecho canónico desde el siglo XII, se penalizó con la muerte en teoría, y en las Cortes de Maella de 1423 se estableció al respecto un complejo proceso judicial.

                La pareja y la parentela se ayudaron mutuamente. En el privilegio general de Aragón de 1283 se consignó que todo guerrero que sirviera fuera del reino bajo otro señor, gozaría de la protección del rey a su mujer e hijos. Los linajes se convirtieron en el verdadero cuerpo intermedio entre las parejas y el concejo en muchos casos. La sociedad aragonesa medieval sería ininteligible sin las dos.

                Fuentes.

                MUÑOZ Y ROMERO, T., Colección de fueros municipales y cartas pueblas, Madrid, 1847.

                Víctor Manuel Galán Tendero.