LOS VIAJEROS DEL PRESTE JUAN. Por Esteban Martínez Escrig.

12.04.2016 10:04

                

                La contemporánea globalización nos ha acostumbrado a la intensa y extensa circulación de personas de todas las condiciones y países por los caminos de nuestro mundo. Quizá sea la realización del deseo de viajar de bastantes gentes, que no se resignan a su condición de sedentarios.

                En la Edad Media muchos nunca renunciaron a su condición viajera, fuera por un motivo u otro. Caballeros andantes, errantes mercaderes de polvorientos pies, campesinos en busca de un terrazgo familiar y piadosos veneradores de reliquias recorrieron sus rutas. Marco Polo no fue un caso aislado.

                Las conquistas mongolas del siglo XIII convulsionaron Asia y despertaron un vivo interés entre los cristianos europeos, que a veces también padecieron su furia. En este tiempo emergió con fuerza la figura del Preste Juan, un gran emperador cristiano de Oriente que sería determinante en la recuperación de Tierra Santa y en la destrucción del Islam. Muchos historiadores han explicado este mito a través de los cristianos de Santo Tomás, los nestorianos que diferenciaban con gran nitidez la naturaleza divina de la humana de Jesucristo. En el siglo VII religiosos nestorianos alcanzaron el imperio chino. Varios pueblos del Asia Central abrazaron esta rama del cristianismo.

                A finales del siglo XIV los turco-mongoles de Tamerlán volvieron a acreditar la furia conquistadora de sus predecesores. Sus campañas los llevaron desde el corazón de Asia a Anatolia. De religión islámica, emprendieron severas operaciones contra los nestorianos, que bajo el Patriarcado de las Montañas, en Qodshanes del Kurdistán, hallaron refugio entre sus abruptos relieves.

                Bien sabido es que Enrique III de Castilla tuvo un vivo interés por las cosas de Oriente y el temible Tamerlán, con el que llegó a entrevistarse el gran Ibn Jaldún, el prestigioso intelectual de orígenes familiares sevillanos. También lo manifestaron por Hispania gentes venidas de allí.

                A principios de 1415 el presbítero de las Indias del Preste Juan, Jacobo Brente, había visitado en peregrinación Santiago de Compostela, uno de los lugares sagrados de la Cristiandad. El rey Fernando I de Aragón, el de Antequera por su victoria sobre los granadinos, le dispensó su protección y encomendó a su primogénito Alfonso, el futuro conquistador de Nápoles, que lo asistiera en su camino de retorno por Sicilia.

                Fernando era hermano de Enrique III. A su muerte había ejercido la regencia junto con la viuda del rey castellano. Compartía su mundo de ideales caballerescos y de geografías fantásticas, que también impulsaron la empresa de las Canarias.

                El mito del Preste Juan no feneció en la era de las grandes navegaciones, sino que lo terminaron situando en otro punto muy alejado del Asia Central y de los imperios mongoles. Los portugueses lo asociaron al imperio de Etiopía, de cristianismo copto, a raíz de la embajada de Pero de Covilha en nombre de Juan II en 1490.

                Este imperio se vio amenazado por los poderes musulmanes rivales y los portugueses trataron de aprovechar en su beneficio la ayuda al mismo. El diácono fray Tomás de la tierra del Preste Juan de las Indias que encontramos en la Castilla de 1528, ya pendiente del Nuevo Mundo, no parece de procedencia etíope y copta, sino asiática y nestoriana. Entre los castellanos tardó más en arraigar el cambio de localización del imperio del Preste Juan.

                En 1537 el Preste Juan de las Indias ya parece fijado en Etiopía entre los españoles. El virrey de Nápoles recibió por aquel entonces un embajador de tan fabulosa personalidad, que se encaminó a Génova y Barcelona. Reclamaba ayuda, lo que encaja con la acosada Etiopía. A través de tan difuminados viajeros contemplamos un mundo cada vez más real y menos fantástico, de intensa humanidad.