LOS ÚLTIMOS AÑOS DE ALEJANDRO MAGNO. Por José Hernández Zúñiga.

13.06.2015 00:01

                A sus treinta y dos años el rey de Macedonia Alejandro ya se había convertido en el Grande por sus más que notables conquistas, en las que había extraído lo mejor de los hombres del ejército creado por su padre Filipo.

                

                Los guerreros macedonios se habían acostumbrado a comportarse como una unidad en el combate, la de la formación de infantería de la falange, que requería no poco entrenamiento y cooperación. Aunque consumado jinete, Alejandro había sabido sintonizar con tal espíritu de cuerpo militar. De hecho, la monarquía de los macedonios reposaba en teoría sobre el consenso de los guerreros, capaces de elevar y de deponer a los distintos titulares.

                El mundo de los macedonios era muy distinto del persa, sumamente impregnado del origen sagrado de la autoridad y de la divinización de los gobernantes. Alejandro recibió con gusto la prosternación de muchos dignatarios orientales, rompiendo con la tradición paterna. Varios de sus compañeros y hombres de confianza se sintieron profundamente descontentos.

                Las ansias conquistadoras de Alejandro no parecían tener fin y tras la sumisión del imperio de los persas se encaminó hacia el Asia Central y el Indostán, donde se encontraron realidades muy distintas de las conocidas por los griegos. El cansancio se dio la mano con la perplejidad ante lo que se juzgaban caprichos de un monarca desmedido.

                En el 325 antes de Jesucristo sus hombres se le amotinaron a orillas del Indo, hartos de seguirle hasta donde salía al sol. Alejandro tuvo que ceder y sus fuerzas retornaron por diferentes caminos a las tierras centrales persas.

                                

                El conquistador no se quiso resignar a ser un simple administrador que disfrutara de lo mucho logrado. Imaginó planes notables, a la altura de sus enormes ambiciones. Concibió la sumisión de la península Arábiga y se sintió atraído por marchar hacia el Occidente, donde más tarde Roma y Cartago se disputarían el dominio del mundo antiguo. Era un hombre de constitución fuerte y de ánimos extraordinarios, capaz de movilizar enormes recursos humanos y materiales.

                El 10 de junio del 323 antes de nuestra Era, sin embargo, la vida del coloso se detuvo en Babilonia y su imperio quedó abierto a las no menores ambiciones de sus generales, que prefirieron repartirse el botín más que conquistar nuevas tierras para los griegos.

                Habitualmente se ha esgrimido que su fallecimiento fue el resultado de la enfermedad, pero recientemente algunos autores como Hayes han defendido que en realidad murió envenenado, emponzoñado por un brebaje preparado con agua de la laguna Estigia, lo que le provocaría una alta fiebre y notables padecimientos antes de morir.

                El cuerpo del Grande fue momificado, pero al final se perdió. Todo queda en mera conjetura, aunque de lo que no cabe la menor duda es que su muerte no dejó indiferente a nadie. Su leyenda comenzaba a acrecentarse y poco a poco el voraz rey que tuvo que dar media vuelta en el Indo se convirtió en el brillante caballero de nuestra Edad Media, aventurero y gallardo.