LOS SEÑORES DEL ALTIPLANO CENTRAL MEXICANO. Por Verónica López Subirats.

11.10.2014 19:06

                Hacia el año 100 de la era cristiana surgió en el altiplano central mexicano, al Noreste del lago Texcoco, un interesante complejo ceremonial, al que se dirigían las gentes de los alrededores en busca de consolación espiritual, a la par que se anudaban nuevas relaciones sociales a su sombra. Aquel adoratorio no parecía contener nada interesante u original a primera vista. Sin embargo, aquel fue el embrión de una notabilísima ciudad, llamada a perdurar en la memoria de los pueblos mesoamericanos, Teotihuacán.

                Entre el 100 y el 650 floreció con lozanía aquella urbe, que en sus mejores momentos ocuparía una extensión de veintidós kilómetros cuadrados y medio (con notables espacios públicos), y poblada por unos 85.000 habitantes según ciertos cálculos, no exentos de entusiasmo y admiración. Se han cifrado en 4.000 todos sus edificios, lo que arroja una media de unos 21 habitantes por cada uno. No hemos de pensar en apartamentos a la usanza contemporánea, sino en habitáculos familiares organizados por categorías sociales y profesionales en barrios.

                Estuvo regida Teotihuacán por una minoría sacerdotal, capaz de imponer la disciplina comunitaria y de mantener bajo control a los siempre inquietos guerreros. No fue precisamente una casualidad que en su arteria principal, la llamada calle de los muertos de orientación N-S, se alzaran las archiconocidas pirámides del Sol (de unos 65 metros) y de la Luna (de 46).

                        

                La invocación a las deidades se acompañaba de una cuidadosa red de canales y de un complejo sistema de terrazas agrícolas, bien capaces de alimentar a su población, en cuya dieta descolló el maíz, las calabazas y los frijoles, los grandes protagonistas del neolítico mesoamericano. Los excedentes de alimentos, bien almacenados, posibilitaron como en otros puntos del planeta el crecimiento de grupos de artesanos altamente especializados, cuyas muestras de su buen hacer impulsaron a su vez el comercio hacia otras regiones del continente, como las también esplendorosas ciudades mayas de su período clásico.

                Pero como es bien sabido todos los paraísos son fugaces, si es que alguna vez han existido. La polarización social de Teotihuacán es muy probable que causara serios problemas, y los guerreros querrían como en la Sumeria anterior a Sargón tomar las riendas. La llegada de gentes del Norte agudizaría los problemas.

                Precisamente en la citada calle de los muertos se erigió una notable ciudadela, que albergó el culto a Quetzalcoátl, la serpiente emplumada asociada a uno de sus grupos septentrionales, los toltecas.

                Los historiadores también han discutido aquí sobre la responsabilidad de aquellos bárbaros en el asesinato de una vieja y refinada civilización. Para algunos sería ley histórica que los recién llegados tomaran el control, dibujando en el tiempo evoluciones cíclicas repetidas continuamente. Lo cierto es que en sus últimos tiempos Teotihuacán no tuvo más remedio que compartir cada vez más protagonismo con otros centros urbanos, quizá fruto del éxito de su propia civilización sobre un extenso territorio. Tal fue el caso de Tula.

                Allí se dirigió al frente de los bravos toltecas, según los relatos sacerdotales, el gran Mixcoátl, el progenitor del creador de la civilización: Quetzalcoátl. Reinó con sabiduría y equidad hasta que el malvado Tezcatlipoca le obligó a marchar hacia el Oriente, desde donde regresaría un día para reclamar su trono… algo que confundiría tiempo después a los aztecas y a los españoles aprovecharía. Estas leyendas nos dan, con independencia de otros elementos, buena cuenta de las luchas por el poder en la Tula tolteca entre el 834 y el 1168. Toda la solemnidad soberbia de la autoridad no consiguió ocultar que ser señor en el altiplano central mexicano nunca fue sencillo, ni para los sacerdotes de Teotihuacán ni para los mismos dioses.