LOS NAVEGANTES AVENTUREROS DE AL-IDRISI. Por Esteban Martínez Escrig.

20.01.2016 06:46

                Refiere el viajero y geógrafo del siglo XII Al-Idrisi, que estuvo al servicio de los inquietos normandos de Sicilia, que en la Lisboa musulmana (extendida a lo largo del Tajo, ceñida de murallas y protegida por una fortaleza) hubo una calle que llevó el nombre de los Aventureros.

                Según las costumbres asociativas de muchos mercaderes musulmanes del Medievo, ocho primos hermanos de allí, cuyos nombres no se mencionan, aunaron sus esfuerzos para construir un buque mercante y hacerse a la mar. Embarcaron agua y víveres para una singladura de muchos meses y al primer soplo del viento de Levante emprendieron la navegación.

               

                Su destino último no aparece claro en el relato de nuestro geógrafo, pero los aventureros alcanzaron tras once días de surcar las aguas a un mar de olas espesas que desprendían un fétido olor (puede que por la presencia de cetáceos), con arrecifes que con dificultad se veían. Quizá llegaron a las proximidades de las Azores, según ciertas lecturas, con profundidades que no exceden los 200 metros.

                Temieron los navegantes que el casco de su nave terminara fracturado y viraron hacia el Sur. Durante doce días siguieron esta trayectoria hasta que alcanzaron la isla de los Carneros, quizá en el archipiélago de Madeira, donde innumerables rebaños corrían sin pastor. Cazaron algunas piezas y comprobaron que su carne era mala, pero sus pieles podían servir para el comercio.

                Doce días más prosiguieron los expedicionarios hacia el Sur hasta arribar a otra isla, que parecía habitada y cultivada. Su nave se vio rodeada de barcas. Fueron apresados y conducidos al litoral.

                

                Sus captores formaban parte de un pueblo de hombres de elevada estatura y tez rojiza (de poco pelo, pero de cabellos largos y lasos) y de mujeres que los embelesaron por su rara belleza. Muchos historiadores los han identificado con los guanches, los pobladores de las islas Canarias antes de la llegada de los europeos.

                A la cuarta jornada de su cautiverio entró un intérprete que hablaba el árabe y al día siguiente los condujo ante el rey de aquella tierra. Los viajeros le preguntaron por los límites de la tierra, a lo que aquél contestó risueño que su padre había ordenado a sus esclavos que se embarcaran para contestar a tal cuestión. Navegaron durante un mes hasta que la claridad de los cielos les faltó.

            

                Cuando sopló el Poniente los isleños taparon los ojos a los navegantes y los hicieron subir a una barca, bogada por aquéllos. Durante tres días y tres noches navegaron hasta llegar a Safi, el puerto más occidental del mundo para los aventureros. Los bereberes los desataron. Aquí interrumpe Al-Idrisi su relato.

                La interpretación del mismo no resulta fácil. Los historiadores han pasado de situarlo en el Atlántico de la Edad Media, con las identificaciones enunciadas, al de la Antigüedad, el de las navegaciones fenicias que alcanzarían la costa lisboeta. Roberto Matesanz Gascón ha apuntado los paralelismos entre esta narración y la de Heródoto acerca de la expedición del rey de reyes persa Cambises contra los etíopes. Nuestro autor recogería, pues, una tradición. También en el Índico las historias de Simbad el Marino contienen una gran variedad de elementos de procedencia diversa. De todos modos, Lisboa ya apuntaba mucho antes del siglo XV su inquieta vocación marinera.