LOS EJEMPLARES Y CASI INCOMBUSTIBLES ROMANOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

09.04.2020 16:06

               

                Durante un tiempo muy prolongado, se sostuvo que la Edad Media olvidó la civilización de Roma, hundida por la barbarie de los invasores germanos. El sol del Renacimiento volvería a iluminarla.

                Semejante planteamiento ya no es aceptado a día de hoy y sabemos que en los tiempos medievales los europeos no olvidaron a los romanos, ni de lejos. Los pueblos germanos, los villanos de otros tiempos, sintieron una fuerte atracción por los encantos materiales y espirituales de Roma, antes incluso de su entrada en el Imperio. Comerciaron activamente con los romanos en los primeros siglos de la Era cristiana y se familiarizaron con importantes aspectos de su vida en el limes. Cuando fundaron sus propios reinos, no desdeñaron en modo alguno la colaboración romana o sus instituciones. El poder visigodo en Hispania sería impensable sin este basamento romano, al que también contribuyó Constantinopla. La empresa de los francos hasta Carlomagno y el alumbramiento del Sacro Imperio serían impensables sin esta clara fascinación por la Ciudad Eterna.

                La Roma pontificia se explica históricamente por el derrumbe del orden político del Bajo Imperio. Según este punto de vista, tenía mucha razón San Agustín cuando anunciaba la Ciudad de Dios. Sin embargo, el despliegue cultural y político de aquélla resultaría impensable sin aquella herencia común.

                Con un latín como prestigiosa lengua de la cultura, la fascinación por Roma se extendió a terrenos como las leyes, el gobierno y el ejército. Vegecio fue una clara referencia para todos los que trataron de perfeccionar el arte de la guerra en la Europa medieval. Al erigirse, con importantes dificultades, en emperadores de su propio reino, los monarcas de los siglos XIII al XVII dieron nuevamente forma a la esfera pública según moldes romanos, que no desdeñaron ni los dirigentes de las republicanas Provincias Unidas de los Países Bajos.

                El republicanismo romano, ciertamente, tenía hondas raíces, pues es bien conocida la aversión histórica que sintieron los romanos por la figura de los reyes, hasta tal extremo que sus emperadores se consideraron protectores de la República. Más allá de una forma de Estado, se asoció con la práctica de unas virtudes cívicas, patrióticas, y sirvió de levadura a los revolucionarios norteamericanos y franceses, cuando el neoclasicismo volvía a reivindicar la estética clásica.

                Verdaderamente, Roma se ha encontrado siempre en el corazón del poder. Todos los aspirantes a la gloria la han contemplado con atenta devoción, desde el pretencioso III Reich de los mil años a los modernos Estados Unidos. Su trayectoria describía toda una vida, desde el orto al ocaso, y se ha erigido en el espejo donde mirarse todos los poderosos. La España imperial, tan atenta a su reputación, se fijó con vivacidad particular en la carga de infundir temor para alejar todo asomo de decadencia. Se diría que el baremo romano nos persigue, incluido el fundacional tratado de Roma, y conforma uno de los ejes diamantinos de la civilización occidental.

                No sabemos cuál será su suerte en el futuro, con unos estudios clásicos en horas bajas y una posmodernidad muy historicista en contraposición. El éxito popular de ciertas producciones cinematográficas y audiovisuales augura otros tiempos de gloria a una fascinación que ya encontramos en Polibio o en Flavio Josefo, entre los pueblos del Mediterráneo de cultura helenística que fueron uncidos al carro romano, cuando su sistema de gobierno y organización militar cautivaron a muchos coetáneos. La romanización, hoy en día reevaluada con mayor amplitud de miras (más allá de un simple proceso unidireccional), avanzó a impulsos de todos los que procuraron ganar relevancia adoptando los usos romanos, seducidos por su contundente manifestación de poder y éxito. Cuando albergamos deseos triunfales, proseguimos rindiendo culto a Roma por mucho que nadie nos recuerde en nuestro carro que solo somos humanos.