LEONESES Y CASTELLANOS EN EL SIGLO XII.

20.02.2019 16:10
  1. ALFONSO VII GANA ALMERÍA FUGAZMENTE.

                En los siglos XI y XII el predominio musulmán en el Mediterráneo Occidental dio paso al cristiano. Durante aquel tiempo, coincidiendo con el arranque de las Cruzadas, las ciudades de Pisa y de Génova acrecentaron su fuerza naval y comercial. Aliadas a veces, rivales en muchas ocasiones, se interesaron por el destino de las ricas tierras andalusíes, especialmente cuando los asuntos de Tierra Santa no marchaban según su gusto. En el 1114 los pisanos participaron junto a las tropas del conde de Barcelona Ramón Berenguer III en la expedición de Mallorca. Antes de la conquista cidiana, la suerte de Valencia tampoco les había resultado indiferente.

                Pisa suscribió en el 1133 un acuerdo comercial con Ibn Maymun de Almería, el comandante de la flota allí anclada, famoso por fortalecer los lazos mercantiles con Alejandría y por sus expediciones navales, que le llevaron hasta la misma Normandía. Los pisanos tuvieron así un mejor acceso al imperio almorávide, con la contrariedad de los genoveses.

                No se resignaron los de Génova a perder posiciones e intentaron llegar a pactos con los grandes monarcas hispano-cristianos para promocionar su causa. El 26 de mayo de 1135 Alfonso VII se coronó en la catedral de León Imperator totius Hispaniae, recibiendo el homenaje de su cuñado el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona, más tarde también príncipe de Aragón. En sus combates contra los almorávides, deseosos de reconquistar Toledo, contó con las huestes de la frontera (la misma Toledo, Ávila, Segovia o Salamanca), dirigidas por comandantes como Rodrigo González de Lara, que llegó a incursionar la tierra de Sevilla. En el 1138 el emperador emprendió una expedición que le llevó hasta Jaén, Baeza, Úbeda y Andújar, y en el 1144 retornó al área de Baeza y Úbeda. Supo proteger su botín en Granada y alcanzó Almería.

                El dominio almorávide sobre Al-Ándalus se resquebrajaba. Las aristocracias locales responsabilizaban a su régimen de las derrotas frente a los cristianos, mientras Sayf al-Dawla (el Zafadola de los documentos cristianos) trataba infructuosamente de consolidar su poder y los almohades avanzaban por el África del Norte. En estas circunstancias, los genoveses no se mostraron inactivos, precisamente. En el 1146 atacaron Menorca y Almería, donde exigieron hasta 113.000 maravedíes por su retirada. Durante el asedio de Córdoba, Alfonso VII recibió una embajada de Génova, que le ofreció la asistencia de naves, guerreros y de una suma de 30.000 maravedíes para tomar Almería, señalada de forma interesada como el nido de los piratas que atacaban Constantinopla, Sicilia, Bari, Pisa, Génova, Barcelona y Galicia.

                Complacido de la oferta, Alfonso (según su Crónica) envió al obispo de Astorga a Barcelona para tratar con Ramón Berenguer IV su participación en la campaña almeriense, a la que también se quiso sumar a Guillermo de Montpellier. En agosto de 1147 se había convenido que aguardaría a las fuerzas genovesas en las proximidades de Almería, de cuya campaña nos da noticia el Poema de Almería, que figura al final de la Crónica de Alfonso VII, y la Historia del genovés  Caffaro di Rustico da Caschifellone, interesado en destacar el protagonismo de los suyos en la empresa.

                La campaña tuvo lugar en un ambiente de exaltación cruzada, pues el Papa Eugenio III la había animado tras la pérdida del condado de Edesa en el 1145. Por aquel tiempo, además, las fuerzas almohades habían alcanzado ya la Península. El trato que dieron a las comunidades mozárabes y judías de Al-Ándalus fue censurado por la misma Crónica.

                Por ello, en el Poema se presenta la campaña como una auténtica cruzada, bien incentivada por el clero. En mayo de 1147, las fuerzas gallegas encomendadas a la protección de Santiago Apóstol se reunieron con Alfonso VII, presentado con exageración como un verdadero Carlomagno. A sus tropas se sumaron igualmente las de García Ramírez de Navarra. Las huestes de Alfonso, siguiendo una línea habitual, tomaron las plazas de Andújar y Baeza, confiadas a Manrique de Lara. En agosto recibió la embajada (dirigida por Otto Bonvillano) de los francos en su real baezano, entre los que también había pisanos finalmente. Para entonces, la fuerza de Alfonso se había reducido a 1.400 caballeros, según la Historia de los genoveses, que se sintieron despagados.

                Anteriormente, su armada de sesenta y tres galeras y más de cien naves auxiliares de transporte había llegado a Barcelona, comandada por el cónsul Balduino. Desde allí partieron a Almería. Con la llegada de las fuerzas del rey de Aragón y conde de Barcelona Ramón Berenguer IV, se intentó una celada para hacer salir a los sitiados. El objetivo se logró parcialmente. Al acudir las huestes alfonsíes, se planteó el asalto con mayor vigor. Los genoveses se organizaron en compañías de unos mil guerreros. El viernes 17 de octubre de 1147 los combates fueron intensos y las tropas cristianas irrumpieron en Almería. Cayeron personas como el escritor Al-Rushati. Cuatro días después cayó la poderosa alcazaba de la ciudad.

                La presa había sido magnífica. Al-Idrisi la consideró a mediados del siglo XII como una de las ciudades más opulentas de Al-Ándalus, con su valle productor de gran cantidad de frutos que se vendían a bajo precio, sus huertas y jardines, su reputada artesanía, sus ochocientos telares de seda y su valioso comercio con Alejandría y Siria. Por ello sus habitantes pagaban con facilidad al contado. Además de la colina de la alcazaba y la del otro núcleo urbano, separadas por un barranco, este autor admiró a su arrabal de Poniente, el del aljibe, rodeado de murallas que encerraban gran cantidad de edificios, posadas en las que se pagaba el impuesto del vino y mercados.

                Al genovés Otto Bonvillano, nombrado por Alfonso VII conde de Castilla, se le encomendó el gobierno directo de la ciudad, al frente de unos mil soldados, aunque el teórico se confió al aliado Ibn Mardanis. De los resultados del dominio cristiano, el citado Al-Idrisi nos ofrece una lúgubre impresión. Sus edificios públicos fueron destruidos, sus habitantes reducidos a la esclavitud y su encanto desaparecido.

                La toma de Almería hizo aconsejable un acuerdo entre Alfonso VII y Ramón Berenguer IV. Por el tratado de Tudilén de enero de 1151, el primero se reservó el dominio de Lorca y Vera a modo de escudo estratégico. Sus planes fueron desbaratados por los almohades, que recuperaron el dominio de Almería en 1157. Alfonso no logró retomarla, y regresó por Baeza. Al pasar el puerto del Muradal, falleció un 21 de agosto en el paraje de La Fresneda.

                La empresa, con independencia del resultado final, demostró varias cosas. Los genoveses comenzaron a dar vivas muestras de interés político y económico por la península Ibérica, lo que les llevaría con el tiempo a fuertes disputas con Aragón, a la alianza con Castilla y a formar parte de los mecanismos financieros de la Monarquía hispánica. El rey de Castilla y León participó en una empresa con carácter de cruzada en la que participaron contingentes de otros reinos, incluso de más allá de los Pirineos, verdadero precedente de las campañas de las Navas de Tolosa o de la conquista de Granada. Por supuesto, las ambiciones castellanas de dominio del valle del Guadalquivir y de asomarse al Mediterráneo eran muy evidentes. La toma de Almería indicó algunos de los senderos del futuro castellano.

  1. ÁVILA, UNA COMUNIDAD DE VILLA Y TIERRA DE CARÁCTER.            

                El espacio comprendido entre la cornisa cantábrica y el Sur del sistema Central, a mediados del siglo XII, era de una enorme complejidad física y humana. En los dominios de Alfonso VII se impuso a menudo la realidad comarcal por mucho que se titulara como emperador, al igual que en otras partes de la Europa cristiana. Los guerreros de las distintas unidades de las huestes reales obedecían a la voz de sus adalides no solo por razones de prestigio militar y social, sino también porque lo entendían al hablar su lengua, con los giros propios de ellos. Más allá de los grandes reinos de Castilla o de León, asaz diversos de por sí, encontramos el persistente localismo, sin el que es imposible entender nuestro Medievo.

                La extraordinaria Crónica de la población de Ávila, datada a comienzos del reinado de Alfonso X el Sabio, relata a su modo hechos que se remontan a finales del siglo XI e inicios del XII. La narración tiene mucho de interesada, pues busca ensalzar la actuación de los caballeros serranos abulenses. Su selección de episodios y el sentido dado a los mismos sirvieron a tal fin, y a este respecto tiene notas en común con el Ab Urbe condita de Tito Livio, que tan magníficamente metabolizó las leyendas romanas. Los historiadores deben manejar con prudencia esta Crónica, que a su modo nos acerca a la formación de la conciencia castellana con todas las cautelas. Hoy en día, los estudiosos de los fenómenos de la identidad colectiva y del nacionalismo han hecho grandes contribuciones, y han podido seguir el recorrido de la idea de las naciones a lo largo de los siglos. Algunos han distinguido una dilatada fase patriótica, previa a la nacionalista, en la que una comunidad con unos rasgos culturales determinados se identifica con un territorio y una autoridad, generalmente la de un rey. Si se siguen estos planteamientos, la Crónica nos ofrece elementos de gran interés.

                En la fundación de Ávila, encomendada al conde don Raimundo de Borgoña por voluntad de su suegro Alfonso VI, confluyeron dos grupos de distinta procedencia, a groso modo de casi dos naturas: los de Lara y Covaleda por un lado, y por otro los de las Cinco Villas, origen de los serranos abulenses. Lara se emplaza en la cuenca del Arlanza y Covaleda ha sido identificada con un área de la serranía de Soria. En el río Najerilla, la Rioja Sur y Este y los picos de Urbión se encontraría el territorio de las Cinco Villas.

                Según la Crónica, los primeros se acercaron demasiado al agua del río, una equivocación que daría a los segundos la preeminencia en la nueva localidad. Ambos grupos manifestaron un gran apego por los agüeros o interpretación de las acciones de los animales, de las aves en este caso, algo muy propio de la cultura campesina de la Europa medieval, en la que bajo el cristianismo pervivieron creencias anteriores. A Muño Echaminzuide, del grupo de las Cinco Villas, se le destaca como agorero o adivinador. Posteriormente, se incorporarían a la localidad grupos procedentes de Estrada y Brabezos, al Norte de la cordillera Cantábrica, de los que se resalta en la Crónica su condición de infanzones y hombres buenos.

                La integración de estos colectivos, a pesar de ciertas afinidades culturales, no fue nada fácil, al igual que en la Roma de patricios y plebeyos. En cierta ocasión, los musulmanes llegaron hasta las puertas de Ávila, coincidiendo con el auge del poder almorávide, y los cabalgadores serranos acudieron a tiempo para evitar lo peor. Ambos grupos abulenses se unieron para dar caza a los expedicionarios islamitas, pero solo los serranos se aventuraron más allá del Rostro de la Coliella. Consultados los agüeros de las aves, vencieron a los musulmanes en Barba Azedo. Al retornar a Ávila con el botín y los prisioneros recuperados, no se les permitió entrar en la villa. Permanecieron entonces en Castaño, mientras los de dentro les exigieron parte de lo ganado. Decidieron entregarles solo a sus mujeres e hijos y acudir a la justicia del conde don Raimundo, que se encontraba en Segovia. Resolvió que los serranos entraran a la villa y los demás fueran a parar a su arrabal. Desde aquel momento, escogerían a los alcaldes y a los aportellados de la localidad, algo que sería confirmado por distintos reyes en los años sucesivos. A don Raimundo se lo agradecieron dándole 500 caballos, cifra notable en verdad, y a monarcas como al joven Alfonso VII poniendo a prueba su fidelidad y valor en los días de lucha con Alfonso el Batallador de Aragón. Cuando este monarca asedio Ávila, los serranos resistieron y llegaron a dar rehenes, escogidos por sus rivales locales, a aquél, que no vaciló en hervirlos en calderas y quemarlos envueltos en zarzas por no entregarle la plaza. El martirio de los suyos no los amilanó y vencieron al Batallador finalmente.

                Esta clase de historias sirvió para singularizar a un colectivo dentro de la sociedad abulense, el de los caballeros que ejercieron el poder local. También se llamaron a sí mismos los castellanos derechos, que no se habían mezclado con mercaderes, menestrales o ruanos. Se justificó en el caso de Ávila la desigualdad jerárquica acudiendo a relatos fundacionales debidamente presentados. Hemos de destacar aquí la vinculación del gentilicio castellano con una posición socialmente preeminente.

                Una serie de factores explicarían la difusión del término castellano entre un colectivo socialmente más amplio que el de los derechos. Los abulenses se preciaron de acudir a la guerra en auxilio del rey de Castilla, que a cambio los recompensaba con privilegios al modo de otras villas y ciudades. En la Crónica se destacan acciones como la de la batalla de Alarcos, en la que cayeron doscientos caballeros de Ávila. En estas campañas o salidas a hueste se movilizaba un grupo más amplio que el caballeresco. En las contiendas entre los monarcas castellano y leonés, los abulenses cruzaron armas con las gentes de los concejos del lado leonés, como el de Salamanca. En la Plena Edad Media la guerra también sirvió para afianzar las identidades colectivas, cargándolas de orgullo pundonoroso. Cuando durante el reinado del mozo Enrique I (1214-1217) se planteó la devolución al rey Alfonso IX de León de varios castillos, se alzó en contra según la Crónica Muño Mateos de Ávila en voz de Extremadura, de un territorio de frontera organizado en concejos que impulsaban la expansión y garantizaban la integridad territorial de Castilla.

                El exclusivismo de un grupo social había dado pie a una conciencia de pertenencia local, que sería compatible con la de una Castilla más amplia. Como acredita el ejemplo de Ávila, la monarquía y el reino de Castilla se fundamentaron en una constelación de poderes locales municipales, donde el patriotismo local fue complementario del castellano.

  1. CUENCA, LA SEÑORA DE LA TRANSIERRA.  

                La decadencia del régimen almorávide había hecho concebir grandes esperanzas a los poderes hispano-cristianos. Tras la caída de Daroca (1121), Alfonso el Batallador fundó la orden del Santo Sepulcro en Monreal para ampliar sus dominios, y le prometió la mitad de las rentas de Cuenca, ciudad a conquistar. Sin embargo, el poder musulmán se mantuvo firme hasta el 1177, en parte gracias a la asistencia almohade.

                Las divisiones entre los reyes de la Cristiandad hispánica también ayudaron. El monarca de Castilla estaba enfrentado al de León y al de Navarra. El castellano Alfonso VIII, libre momentáneamente de la guerra contra el navarro Sancho VI, se concertó con Alfonso II de Aragón para conquistar la plaza fuerte de Cuenca. Según distintos autores, la ciudad fue asediada entre el 6 de enero y el 21 de septiembre de 1177, desde la festividad de la Epifanía a la de San Marcos.

                Ambos monarcas acudieron al frente de poderosas fuerzas. Al de Castilla lo asistieron figuras como el obispo de Burgos don Pedro, el señor de Vizcaya don Diego López de Haro, el señor de los Cameros don Diego Jiménez, el conde Nuño Pérez de Lara, las órdenes militares de Santiago, Calatrava y el Temple, y concejos como el de Ávila, cuyas huestes acaudillaron Nuño Rabia y Nuño Dávila, que posteriormente participarían en la toma de Alarcón. Al de Aragón lo siguieron el arzobispo de Tarragona, el obispo de Zaragoza, el señor de Daroca Fernando Ruiz de Azagra y el de Albarracín Pedro Ruiz de Azagra.

                El asedio de la empinada Cuenca fue dificultoso. Se emplearon máquinas de sitio para batirla, pero al final la forma más efectiva de rendirla consistió en el cerco por hambre. Las existencias también faltaron en el lado de los sitiadores, y una tradición recogida en el Romancero sostiene que Alfonso VIII abandonó por un tiempo el mando de las operaciones para celebrar cortes en Burgos, donde infructuosamente intentó que los nobles contribuyeran con dinero.

                Cuenca terminó capitulando, y los castellanos fueron avanzando a lo largo del territorio, a despecho de la oposición almohade. En 1186 conquistaron Iniesta y Alarcón en 1195. De 1210 arranca el poblamiento de Moya. En 1213, el año siguiente a las Navas de Tolosa, tomarían Alcaraz, y en 1219 el arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada intentaría conquistar Requena. De la empresa de Cuenca Alfonso II de Aragón conseguiría la exención de su vasallaje feudal a Alfonso VIII, además del ambiente propicio para la firma del tratado de Cazorla de 1179.

                En las historias posteriores, el cabildo de los hidalgos y el de los caballeros guisados de a caballo hacían remontar su formación y sus privilegios al mismo Alfonso VIII, algo muy  discutible. Lo cierto es que el Fuero de Cuenca, extendido a otras localidades como Requena y con puntos en común con el de Teruel, indica una sociedad más abierta y dinámica de la que en un principio podamos concebir, resultado de la importancia de la ganadería en la zona antes de la conquista y del modo de vida de los concejos de la frontera castellana.

                Para ir en hueste o en campaña se podían formar compañías de individuos que compartían obligaciones y ganancias. En esta tesitura, un particular podía confiar su caballo o su mula a un cabalgador o apellidero en una expedición. Todo ello se admitía sin faltar al deber del caballero de acudir a la hueste, que en caso de no asistir por razones de edad enviaría a su hijo o sobrino en sustitución, pero nunca a un collazo asoldado. Las expediciones eran para los concejos de la Transierra castellana un deber y una oportunidad, por lo que los atalayadores se escogían entre los más diestros de cada collación o demarcación parroquial de la Comunidad de Villa y Tierra.

                En esta sociedad, se perfilaron verdaderos profesionales de la guerra y de la ganadería, a veces muy asociados, pues al pastor se le asimiló laboralmente al guardián de los cautivos. Los pastores de vacas o de ovejas, los cabreros, los porqueros, los cabañeros, los rabadanes o los boyeros podían servir a otros por una retribución, como una oveja. El boyero al servicio de un labrador podía contratar junto al mismo varios trabajadores. Existía el temor que los mancebos no siempre fueran servidores que respetaran la honra de sus señores en punto a sus esposas e hijas, algo perturbador para una comunidad estamental.

                A los caballeros se les reservaba la función de la custodia de los ganados, la esculca a retribuir debidamente. Sin la presencia de tres caballeros en una aldea de su Tierra, no se podía acotar una dehesa, bien cerrada por sus barreras o talanqueras. Las preeminencias se vinculaban a unos deberes, lo que daría pie al surgimiento de los custodios de los términos concejiles, los caballeros de la sierra, los montaneros de otras localidades de Castilla.

                En este mundo de gentes intrépidas, el ganado atesoró un alto valor, más allá de por razones militares. El concejo corría con la compensación de los daños en caso de obligar a los vecinos a trasladar sus ovejas por alarma, y los expedicionarios tenían el derecho de ser resarcidos por la pérdida de su caballo. Sin embargo, los rebaños sin control podían ocasionar graves problemas en los cultivos, como las viñas, razón por la cual se establecieron las dehesas, susceptibles de ser arrendadas anualmente. En teoría, los recursos de los términos beneficiaban fundamentalmente a los vecinos, a aquellos que tuvieren casa poblada, por lo que los ganados de los forasteros podían ser quintados o sacados de sus pastos.

                Cuenca se erigió en cabeza de una de las cañadas de la Mesta, junto a Segovia, Soria y León, y con el tiempo desarrolló una valiosa manufactura pañera, frustrada por las adversas condiciones del siglo XVII. La Cuenca de los siglos XII y XIII era una prometedora comunidad que anticipaba algunos de los rasgos de la colonización española del Nuevo Mundo, donde los intrépidos ganaderos también dieron mucho que hablar, lo que ha conducido a varios autores estadounidenses y españoles a comparar la frontera de la Castilla medieval con la del Far West. Desde esta óptica, la Repoblación tendría un alcance que superaría la península Ibérica.

  1. CALATRAVA, BALUARTE FRENTE A LOS ALMOHADES.          

                En el año 1085 Alfonso VI se hizo con el control de Toledo, lo que favoreció enormemente el paso de las huestes hispano-cristianas por los caminos de Al-Ándalus. Se abría a su expansión el territorio de la submeseta Sur, que en parte se convertiría en Castilla la Nueva con el paso de los años. Esta verdadera explanada de la Península, como muy bien ha sido descrita, se encontraba surcada por la vía axil andalusí al decir de Leopoldo Torres Balbás, la que desde Córdoba pasaba por Calatrava la Vieja, Toledo y Guadalajara antes de alcanzar Zaragoza.

                Ubicada a la izquierda del valle medio del Guadiana, en una verdadera península fluvial, se alzaba la romana Turres, citada en el Itinerario antonino del siglo III como etapa del camino entre Mérida y Zaragoza por Almadén. Los musulmanes la convirtieron a partir del 785 en Qalat Rabah, la Calatrava la Vieja de los cristianos. El poder cordobés juzgó la posición de enorme utilidad para controlar a los díscolos toledanos. Llegó a disponer de un alcázar, una medina con murallas dotadas de torres pentagonales, albarranas y corachas, además de dos puertas acodadas. En uno de sus arrabales se han encontrado vestigios de una mezquita.

                La ofensiva almorávide no consiguió al final quebrantar el expansionismo cristiano. La Crónica de Alfonso VII se complace en referir varias de las acciones de las fuerzas toledanas, como la del cónsul o potestad de Toledo don Rodrigo González de Lara, verdadero jefe de la frontera que llegó a saquear el territorio sevillano. Junto a la caballería, dispuso de una infantería ligera compuesta por arqueros y honderos. En la formación de combate, colocó en vanguardia a las huestes concejiles abulenses, a las segovianas en medio y en la retaguardia a las toledanas y a las de las gentes de la Trasierra castellana. En el 1138 las huestes de la frontera toledana intervinieron igualmente en la campaña de Alfonso VII contra Jaén, Baeza, Úbeda y Andújar. Ya se apuntaba contra las ciudades andalusíes del valle del Guadalquivir. En la campaña del 1144 los toledanos alcanzaron junto a otros fieles del emperador don Alfonso Córdoba, Sevilla, Baeza, Úbeda y Almería. Retornaron a Toledo por la estratégica Calatrava la Vieja.

                En el 1147, el año de la toma de Almería, otorgó su mezquita mayor con sus bienes a la mitra de Toledo y el de la plaza y su territorio a los caballeros templarios, la boyante orden militar alabada por el cisterciense Bernardo de Claraval en los días de la II Cruzada. La aureola de aquellos caballeros había deslumbrado a reyes como Alfonso I de Aragón, que en su testamento del 1131 les había dejado sus dominios junto a otras órdenes militares. El conde de Barcelona Ramón Berenguer III solicitó en su lecho de muerte aquel mismo año incorporarse al Temple.

                El derrumbamiento de Al-Ándalus de momento no se verificó. Los almohades, que habían vencido a los almorávides en el África del Norte, desembarcaron en la Península. Reconquistaron en el 1157 Almería, derrota de resultas de la cual moriría Alfonso VII (sepultado en Toledo), y contuvieron la expansión cristiana. A la muerte del que se hiciera llamar emperador de Hispania, Castilla pasó a su hijo Sancho III y a su otro hijo Fernando II León.

                La división de los dominios de Alfonso VII coincidió, pues, con la progresión de los almohades. Según el célebre relato del arzobispo de Toledo (de origen navarro) don Rodrigo Jiménez de Rada, validado en líneas generales por el historiador de las órdenes militares Francisco de Rades en 1572, los templarios resignaron la posesión de Calatrava la Vieja, algo que ha llamado la atención. Se ha sostenido que el compromiso de los templarios no era fácil de lograr en los términos deseados por ciertos monarcas. El Temple intervino finalmente en la expansión de catalanes y aragoneses tras la concordia de Gerona (1143), por la que recibieron los castillos de Monzón, Mongay, Chalamera, Barberá, Remolins y Cobins. En 1153 recibieron de Ramón Berenguer IV la fortaleza de Miravet.

                Carlos de Ayala ha contrapuesto el internacionalismo de Alfonso VII con el castellanismo de su hijo Sancho III, deseoso de asentar su reino sobre bases más propias. Según el relato tradicional, el único que se quiso encargar de la defensa de Calatrava la Vieja fue el abad don Raimundo de Santa María de Fitero, monasterio navarro de la orden cisterciense, auxiliado por fray Diego Velázquez de La Bureba. En enero de 1158 le fue concedida la posición y desde Santa María de Fitero trajo pobladores.

                Este otorgamiento hemos de entenderlo dentro de la política de afirmación señorial de Sancho III sobre otros monarcas hispano-cristianos, pues en febrero de 1158 suscribiría el acuerdo de Serón de Nágima, en tierras sorianas, con Sancho VI de Navarra y Ramón Berenguer IV. Apaciguó sus fronteras por aquel lado y consiguió cierto apoyo de navarros y aragoneses. No es casual que en la donación al abad don Raimundo figuren en calidad de confirmantes Sancho VI junto a potentados de la frontera castellano-navarra como el alférez del rey castellano y señor de Vizcaya don Lope Díaz de Haro, el conde don Vela de Navarra o el señor de los Cameros don Pedro Jiménez de Logroño. Con la fuerza que le dio el acuerdo de Serón de Nágima pudo alcanzar con su hermano Fernando II de León en mayo de aquel mismo 1158 el tratado de Sahagún. En caso de morir antes uno de los dos hermanos, el otro heredaría su reino. La Vía de la Plata serviría de línea divisoria entre las conquistas andalusíes de castellanos y leoneses. La muerte de Sancho III frustró el entendimiento castellano-leonés, pues su hijo Alfonso VIII sería proclamado rey de Castilla, iniciando un intenso y trascendental reinado, también de gran importancia para Calatrava.

                A la defensa de la posición, sostenida con donaciones desde Toledo, acudieron distintos caballeros. Cuando murió el abad don Raimundo, aquéllos escogieron un maestre, don frey García (quizá también de raíces navarras) y tomaron sus propios clérigos, pues no deseaban estar bajo la autoridad de otro abad del Císter, según Francisco de Rades. El Papa Alejandro III lo aprobó por bula del 1164. La fundación calatrava se orientaba por una vía distinta de la inicial: los monjes aguerridos eran relegados por los caballeros freiles. Los monjes cistercienses se acogieron entonces a la villa de Ciruelos y pleitearon por Calatrava la Vieja y su territorio. La concordia se alcanzaría cuando el maestre y los caballeros les concedieron los términos de San Pedro de Gumiel, en el obispado de Osma.

                La orden también se interesó por acrecentar su dominio en otros puntos del territorio peninsular, más allá del área de Calatrava. Secundó la política expansiva de Alfonso VIII de Castilla, atenta a la conquista de Cuenca, y recibió en el 1174 del monarca Zorita de los Canes, cercana a la antigua Recópolis de los visigodos. En esta área geográfica doña Sancha Martínez les concedió los núcleos de Vallaga, Almonacid, Huebra y Aldea Nueva. Tomaron también parte en las campañas de Alfonso II de Aragón, que les entregó en el 1179 la plaza de Alcañiz, en un estratégico corredor geográfico. Abenójar, en la provincia actual de Ciudad Real, la lograron en el 1183.

                Los caballeros calatravos emprendieron, a la par, cabalgadas o expediciones de saqueo contra los musulmanes. En una, doscientos caballeros pasaron el puerto del Muradal y tomaron el castillo del Ferral, el Hisn el Iqab de las crónicas árabes, en la Sierra Morena. Los musulmanes enviaron fuerzas desde Úbeda y Baeza para recuperar la posición, y desde Toledo la orden recibió la asistencia de tropas, que Francisco de Rades cifraría en unos dos mil hombres. Retuvieron tal posición y consiguieron otras, como hacia el 1170 la de Ozpipa, punto de partida de incursiones islámicas contra el Campo de Calatrava.

                Este vaivén guerrero caracterizó la vida de la frontera hispánica entre cristianos y musulmanes, donde fueron habituales los apresamientos de cautivos. Cuando fuerzas islámicas tomaron el castillo de Almodóvar del Campo, el maestre Martín Pérez de Siones (originario de Tarazona) consiguió recuperarlo. Persiguió a los musulmanes hasta la Fuencaliente de Sierra Morena, donde no perdonó la vida a los prisioneros, lo que desató las iras de los caballeros calatravos al ver cómo se perdía toda ganancia en concepto de rescates, esclavización o venta. Lo depusieron y escogieron como maestre a don Diego García.               

        El desastre de Alarcos de 1195 resultó fatal a la orden, pues perdieron su emblemática Calatrava la Vieja y gran parte de su área. Los caballeros obedientes al rey de Castilla encontraron refugio en sus posesiones de Ciruelos, y los de Aragón llegaron a escoger su propia autoridad en Alcañiz. Fueron años de graves dificultades, coincidiendo con la pleamar almohade. De todos modos, lograron hacerse en las cercanías de Sierra Morena con el castillo de Salvatierra, pero lo perdieron en 1211, lo que dio pie a la importante campaña que culminaría en la batalla de las Navas de Tolosa.

                La victoria cristiana les resultó providencial y en 1212 recuperaron Calatrava la Vieja. Sin embargo, trasladaron su sede sesenta kilómetros al Sur, al castillo de Dueñas (en términos de Aldea del Rey, actual provincia de Ciudad Real), finalmente adquirido a los herederos del mayordomo real Rodrigo Gutiérrez de Girón y cuya posesión había confirmado en 1201 Alfonso VIII. Entre 1213 y 1217 alzarían allí la fortaleza de Calatrava la Nueva, donde trabajaron muchos de sus cautivos musulmanes. La sede de la orden radicaría en este punto a partir de 1216, en vísperas de la gran expansión por tierras andaluzas y levantinas. En el siglo XIII se consolidarían sus encomiendas y se abriría paso la colonización de sus dominios de la submeseta Sur más allá de los castillos secundados a distancia por la retaguardia de casas e iglesias como la soriana San Salvador. Paulatinamente, la antigua frontera de Calatrava iba pasando a la Historia.

  1. EL ESPLENDOR DEL REINO DE LEÓN.              

                La Historia de Castilla está indisociablemente unida a la de León, con el que mantuvo una relación tan estrecha como a veces conflictiva. La épica castellana contraponía a los primeros condes con los reyes leoneses, y algunos historiadores han apuntado diferencias sociales entre ambos territorios, más allá de los idiomas hablados por sus gentes. En la Castilla del siglo X florecería una caballería que no tendría el mismo arraigo en los territorios centrales leoneses, donde los magnates y los monasterios tendrían mayor peso. Lo cierto es tanto León como Castilla abrazaron territorios muy distintos, y entre Fernando I y su biznieto Alfonso VII permanecieron unidos bajo el mismo titular, con el intervalo de Sancho II el Fuerte de Castilla (1065-72). Tal monarquía adoptó el ideal de la Recuperación de la Hispania visigoda, de la que se consideraba heredera, la llamada Reconquista, y los nobles castellanos y leoneses combatieron en las campañas contra los musulmanes por igual. La vida de la frontera era la misma para los dos grandes componentes de aquélla.

                Sin embargo, Castilla y León se separaron a la muerte de Alfonso VII, que aprobó tal división antes de fallecer en el 1157, algo que no parece relacionarse a primera vista con su idea de imperio hispánico, en el que un monarca con título de emperador se encontraba al frente de un grupo de reyes vasallos, cristianos y musulmanes. Ni Sancho III de Castilla ni Fernando II de León recibieron tal distinción, lo que parece indicar que la división obedecería a razones más profundas que la de la voluntad regia, y quizá respondiera a los intereses de los grupos aristocráticos favorables a cada hijo de Alfonso VII. Ahora bien, semejante separación no entrañó la anulación de pretender la unión, pues el tratado de Sahagún (1158) preveía que en caso de morir antes uno de los dos hermanos, Sancho o Fernando, el otro le sucedería al frente de su reino. Entonces sus fieles podrían regir a su gusto todo el territorio de la antigua monarquía.

                Cuando su jovencísimo sobrino Alfonso VIII fue entronizado en Castilla a la muerte de Sancho III, Fernando II (que se tituló como rey de las Españas) se sintió defraudado y se lanzó sobre los territorios del reino vecino. Su hijo y sucesor Alfonso IX (1188-1230) también tuvo duros enfrentamientos con la Castilla de Alfonso VIII. Ambos reinos se disputaron áreas como la Tierra de Campos. Alfonso IX accedió a participar en la campaña que terminaría en la batalla de Alarcos (1195), donde Alfonso VIII decidió librar combate solo contra los almohades. Como este rey castellano no le restituyó varias fortalezas, Alfonso IX se encontraría ausente en la batalla de las Navas de Tolosa (1212). Fernando II y Alfonso IX actuaron, pues, en defensa de sus posiciones, al igual que Alfonso VIII de Castilla, lo que a veces condujo a León a pactar con los almohades en el complejo juego del tablero político hispánico de la segunda mitad del siglo XII.

                En esta época, el reino de León era una monarquía territorialmente compleja, formada por Galicia, las Asturias ovetenses, el núcleo de León, el área de los concejos de la frontera con el Islam y las zonas en litigio con Castilla. Con Portugal sostuvo unas relaciones tan estrechas como a veces conflictivas, en particular sobre la expansión hacia Badajoz, donde se libró una enconada batalla en 1169. Más allá de los combates contra los almohades, León tuvo que hacer frente a los problemas sociales de la Cristiandad coetánea, en la que los habitantes de las ciudades en expansión reclamaban de las autoridades señoriales mayor protagonismo y consideración. En Lugo, al que le fueron concedidos fueros por Fernando II en el 1177, las disputas entre su obispo y sus vecinos fueron muy vivas. La repoblación regia de Ciudad Rodrigo enemistó a la realeza con el concejo de Salamanca.

                Tales problemas, unidos a los conflictos con los reinos vecinos, no condujeron a León al caos. Al contrario, realizó un enorme esfuerzo de organización, en algunos casos pionero dentro de Europa. La sede de Santiago de Compostela, uno de los grandes centros de peregrinación de la Cristiandad, fue cuidada en lo institucional y artístico. La Ruta Jacobea era un dispensador de beneficios de todo género. Fernando II concedió en 1168 al maestro Mateo, el director de las obras de la catedral compostelana, dos marcos semanales de pensión. La devoción a Santiago Apóstol inspiró también a los caballeros o fratres defensores de Cáceres, encabezados por don Pedro Fernández de Fuentencalada, origen de la orden militar santiaguista, plenamente reconocida por la bula del Papa Alejandro III de 1175. Los dispendios de tiempos de Fernando II determinaron a su hijo Alfonso IX a convocar en 1188, recién entronizado, las primeras Cortes de la Europa feudal, en las que participaron representantes de las ciudades para tratar asuntos económicos y legales. Otro timbre de gloria fue el establecimiento en el 1218 del Estudio General de Salamanca, punto de arranque de la emblemática Universidad.

                La ofensiva almohade cercenó buena parte de los dominios leoneses en la actual Extremadura, aunque igualmente el señorío de Trujillo de don Fernando Rodríguez de Castro, poco complaciente con la autoridad de Alfonso IX. El hundimiento del imperio almohade dio alas a la expansión leonesa, que en 1229 retomó Cáceres y en 1230 Mérida y Badajoz.          

                El 24 de septiembre de 1230 falleció Alfonso IX en la villa nueva de Sarria, en Galicia. Dadas las anulaciones matrimoniales papales que había tenido que encajar, su sucesión se presentaba complicada. De su primera esposa, Teresa de Portugal, tuvo a doña Sancha y doña Dulce, y de doña Berenguela, su segunda mujer e hija de Alfonso VIII, a don Fernando, que por la muerte de su joven tío don Enrique se convertiría en el tercer rey castellano de este nombre. A las hijas de doña Teresa no las recibieron bien en Astorga y en León, según la Crónica latina de los reyes de Castilla, pero sí en Zamora por los buenos oficios de Ruiz Fernández el Feo.

                Antes de entrar en Toledo, Fernando III de Castilla conoció la nueva, y decidió reclamar el trono leonés. Se puso en camino hacia Ávila, donde prosiguió hasta Medina del Campo, donde recibió a los enviados de Toro. Vadeó el Duero y pasó por Villalar y Cebrián de Mazote antes de llegar a Toro el 19 de octubre de 1230, donde recibió el homenaje de sus gentes. En Villalpando se reunió tres días después con su activa madre doña Berenguela. Tras pasar por Mayorga y Mansilla con reconocimiento, entró en León, cuyo obispo y cuyas gentes se declararon por él, aunque las torres de la ciudad no le fueron cedidas por el merino mayor García Rodríguez Carlota. De hecho, los obispos de Oviedo, Astorga, León, Lugo, Salamanca, Mondoñedo, Ciudad Rodrigo y Coria se pusieron a su favor. Una parte importante del reino leonés se posicionaba a favor de la opción castellana, quizá porque prefiriera un rey guerrero que no interfiriera su expansión al modo de Portugal.

                De todos modos, doña Sancha y doña Dulce contaban con partidarios, por lo que la reina madre doña Berenguela se movió con rapidez. Se reunió en Valencia de don Juan con Teresa de Portugal. Alcanzaron un acuerdo y se firmó en Benavente el convenio que evitó una guerra. Fernando III se convertiría en rey de León a cambio de dotar a las infantas con 30.000 maravedíes anuales situados en distintos lugares de sus dominios. Así pues, pudo entrar en el reducto de Zamora y a continuación visitar la Extremadura leonesa.

                Al año siguiente, por Navidad, pudo ir a Galicia, donde según la citada Crónica puso orden. También visitó Asturias. Más tarde fue a León y Carrión. El reino leonés se le mostraba fiel, y en compañía de distintos magnates marchó a Burgos, donde abordó diversas cuestiones.

                León no había perdido su singularidad, bien presente en la titulación de los monarcas de la que se convertiría en la Corona de Castilla, y la expansión hacia Al-Ándalus brindó una buena oportunidad para que colaboraran las fuerzas de castellanos y leoneses. A 6 de enero de 1233 Fernando III inició el asedio de Úbeda. Los nobles leoneses lo secundaron, así como las huestes concejiles de Toro, Zamora, Salamanca y Ledesma. Cumplidos los tres meses, sin embargo, consideraron que su deber con el monarca se había cumplido, y la Crónica sostiene que la perseverancia de los castellanos fue la que ganó Úbeda en julio. Aquel mismo año, Trujillo fue conquistada por el maestre de Calatrava y por el obispo y gentes de Plasencia. Tales acontecimientos demuestran que León no fue incorporado simplemente a otro reino, sino que unió su potencia a Castilla. El vínculo sería irreversible, a despecho de ciertas particularidades: en las Cortes de 1293 leoneses y castellanos se reunieron por separado, y los primeros reclamaron que en los pleitos con el rey se sentenciara según el Fuero Juzgo, su referencia legal desde el siglo X. Castilla y León, con todo, se erigiría en la potencia hegemónica de la península Ibérica, dejando atrás la llamada España de los cinco reinos.

  1.  CIUDAD RODRIGO LA AVANZADA.

                A una altitud de unos 650 metros, sobre un resalte arenisco que domina una curva del río Águeda, se erige Ciudad Rodrigo, cuyo estratégico vado permitió la comunicación desde antiguo entre el Este y el Oeste, entre los territorios de los históricos reinos de León y de Portugal. Como las ventajas de comunicación y de aprovechamiento económico de la fosa de Ciudad Rodrigo no pasaron desapercibidas, desde épocas remotas encontramos un importante poblamiento. La romana Miróbriga, de recias murallas y buen puente, enseñoreó una tierra de cultura vetona.

                La fundación medieval de la Civitas Ruderici se supone que se situaría hacia el año 1100, coincidiendo con una nueva ofensiva de los almorávides en la Península, que habían tomado muchos castillos cercanos a la ciudad de Toledo, que parecía a punto de caer en sus manos. Los almorávides no consiguieron sus propósitos aquí y el rey Alfonso VI reforzó la defensa del flanco occidental de sus dominios con la repoblación de Ciudad Rodrigo, cuyo nombre se derivaría del conde o mandatario Rodrigo, y en 1102 de Salamanca. Precisamente, el concejo salmantino y su obispo Berengario impulsaron posteriormente la repoblación de la primera.

                A mediados del siglo XII, los golpes e incursiones de la frontera con los musulmanes marcaron la vida de sus primeros pobladores. Desde el lado islámico, apuntó Al-Idrisi cómo en Trujillo se llenaban sus bazares con el producto de las correrías de sus jinetes e infantes. Muchos vivían del merodeo con la ayuda de sus ardides. En vista de ello, el rey de León Fernando II (1157-1188), Hispanorum rex, alentó el definitivo crecimiento de Ciudad Rodrigo. Este monarca se mostró muy activo frente a musulmanes, castellanos y portugueses. Algunos historiadores han interpretado la repoblación de Ciudad Rodrigo como la gran manzana de la discordia entre leoneses y portugueses.

                Al poblamiento de su tierra acudieron zamoranos, leoneses, abulenses y segovianos, fundamentalmente. Los abulenses que permanecieron en la localidad destacaron en el mundo del comercio. Se reconstruyeron y alzaron sus murallas. Hacia el 1165 se emprendieron las obras de su catedral, la de Santa María, en consonancia con el restablecimiento de su sede episcopal bajo el patrocinio de la de Santiago de Compostela. En 1168 el rey donó al obispo don Domingo la tercera parte del realengo en la ciudad, la décima del impuesto del monedaje y la jurisdicción civil y criminal sobre Ureña.

                Los eclesiásticos llegaron a tener un importante peso en la vida pública de la ciudad, hasta tal punto que obligaron a modificar el régimen de gobierno y administración de justicia, fundamentado en doce jurados encargados de las tareas del primero y seis alcaldes que velaban por la segunda. El cabildo eclesiástico logró el nombramiento de seis alcaldes suplementarios, que junto a los laicos intervinieron en la elaboración del fuero de la ciudad, aprobado por Fernando II a fines de su reinado, en el que se abordaron las delicadas relaciones entre ambas partes ante la justicia. 

                A diferencia de lo sucedido en Salamanca, que llegó a tomar las armas contra él por la posesión de Ledesma, Ciudad Rodrigo se mostró obediente a Fernando II. Las ciudades de la época se erigieron en varias ocasiones en señoras de un extenso territorio, de su tierra, que comprendió unos núcleos de población subordinados, especialmente en la frontera de León y Castilla de la época. Con el tiempo, la tierra se organizó en demarcaciones o sexmos, que en nuestro caso fueron los de Yeltes, Argañán, Camaces, Agadones y Robledo. En la relación de pecheros de 1527 encontramos una serie de precisiones interesantes. La demarcación de la propia Ciudad Rodrigo tenía 1.000 pecheros, el llamado Campo de Yeltes unos 1.271 y veintinueve núcleos de población importantes, el de Argañán y Azaba 1.035 y veintisiete, el de Camaces y Valdeledín 683 y diecisiete, el de Agadones de la Vid 747 y trece, el de Robledo 672 y cuatro, Saelices el Chico 66 y Villasrubias 52.

                Al igual que en otros puntos de la geografía hispana, la jerarquización territorial vino acompañada de la diversificación social de la ciudad. Con el tiempo, la vida pública de Ciudad Rodrigo se vio dominada por los linajes, como el de los Garci-López, los Pacheco, los Chaves y los Silva. Sobre la antigua ciudad romana surgió una nueva con unas características muy distintivas, como su función militar frente al reino de Portugal.

                Fuentes y bibliografía.

                Crónica del emperador Alfonso VII. Edición de M. Pérez González, León, 1997.

                González, J., El reino de Castilla en la época de Alfonso VIII, 3 vols., Madrid, 1960.

                Víctor Manuel Galán Tendero.