LAS CAMPAÑAS SARRACENAS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

09.03.2016 06:52

                

                A finales del siglo VIII se disputaban el Mediterráneo Occidental el emirato de Córdoba, el imperio de Carlomagno y Bizancio, fundamentalmente. Aunque la decadencia de la vida comercial y urbana no había sido tan severa en la zona como se había supuesto hace décadas, las poblaciones del litoral habían perdido protagonismo político en relación a capitales interiores como Córdoba y la más alejada Aquisgrán.

                El emirato cordobés emprendió una concienzuda tarea de fortalecimiento militar y fiscal, pero no siempre pudo someter por completo a las áreas más periféricas de la península Ibérica o a los disidentes. De estos últimos partió la conquista de la bizantina Creta, iniciada en el 827. Por aquel tiempo los musulmanes de Ifriqiya, la Tunicia actual aproximadamente, emprendieron también la conquista de Sicilia, ya desvinculados en lo político del Califato de Bagdad. Aquellas campañas militares, además de legitimar a las nuevas autoridades islámicas, permitían conseguir esclavos, riquezas y en el mejor de los casos nuevos dominios. A las incursiones protagonizadas por estos nacientes poderes musulmanes en el Mediterráneo se les han venido conociendo en la historiografía como sarracenas, comparándose con mayor o menor fortuna con las vikingas que asolaron la Europa Atlántica.

                Los historiadores actuales ya han demostrado el carácter peyorativo de la palabra sarraceno en el pensamiento cristiano coetáneo. De todos modos historiadores como Pierre Guichard atendieron al empleo de los términos de moros y sarracenos en las fuentes medievales para distinguir entre musulmanes de origen bereber y de otra procedencia respectivamente, una diferencia que se aprecia mejor en Al-Andalus que en otros lugares.

                El empuje de estos navegantes musulmanes se dirigió al principio contra el imperio bizantino, enfrascado en un complejo proceso de reestructuración interna, pero a medida que el imperio carolingio dio muestras de agotamiento pusieron proa hacia otras tierras.

                El Sur de la península Italiana fue uno de sus puntos predilectos junto con la Provenza. Allí se enfrentaban todavía los bizantinos con los principados de origen lombardo, sin olvidar las pretensiones de los carolingios. El Pontificado romano de aquel tiempo carecía de los bríos del de épocas posteriores. Comenzada la conquista de Sicilia, pronto los musulmanes se hicieron con el control de los estratégicos enclaves de Tarento y Bari.

                Las décadas centrales del siglo IX asistieron al ápice de los sarracenos, coincidiendo sintomáticamente con la crisis del emirato de Córdoba. En el 846 saquearon Roma y sus contornos. Alcanzaron en el Adriático el santuario lombardo de Monte Gargano en el 869. Recorrieron con fuerza las costas provenzales, atacando Tolón, Arles y Fréjus. En el 889 los andalusíes fundaron el enclave de Fraxinetum en el golfo de Saint-Tropez. Desde aquí emprendieron expediciones que llegaron hasta el lago Constanza y pusieron en grave riesgo la seguridad de los pasos alpinos. Tal punto dispuso de recursos agrícolas y pesqueros, según Ibn Hawqal, y sus guerreros se enriquecieron con el tráfico de esclavos, muy solicitados en sociedades como la andalusí.

                Poco a poco los rivales de los sarracenos comenzaron a reaccionar. Los primeros en hacerlo fueron los bizantinos, que no se resignaron a ser derrotados. En el 871 tomaron Bari, pero la fuerte posición de Tarento, bien defendida por los accidentes geográficos, se les resistió. Todavía sus fuerzas pudieron lanzar devastadoras incursiones contra puntos distanciados como el atractivo monasterio de Monte Cassino. El Papa Juan VIII, el enérgico pontífice que supo evitar el cisma con la Iglesia de Bizancio, hizo vivos llamamientos a la guerra contra los musulmanes, en todo un precedente de las Cruzadas. En el 880 los bizantinos rindieron Tarento tras grandes esfuerzos y en el 915 culminarían sus campañas con la conquista de Garigliano.

                Sin embargo, los sarracenos no estaban derrotados. Disfrutaban de la alianza de algunos magnates cristianos, como el duque de Nápoles que no tuvo empacho en unirse con el emir de Palermo. Precisamente en Sicilia los expansivos fatimíes reactivaron la expansión musulmana. En el 932 atacaron Génova. A diferencia de los bizantinos, los poderes herederos del imperio carolingio tardaron en reaccionar.

                Con un reino de Italia conmovido por las disputas internas y golpeado por los húngaros y una Francia Occidental también acosada, la iniciativa pasó a la Oriental, el núcleo del Sacro Imperio Romano Germánico. Otón I emprendió finalmente una campaña contra los sarracenos de Calabria y Apulia, que concluyó en el desastre de Sila del 982. En compensación, los condes de Provenza y de Saboya habían rendido Fraxinetum en el 973.

                Hacia el año 1000, no tan terrorífico como se supuso, Al-Mansur llevaba a las armas andalusíes a su cénit contra los cristianos hispánicos, desde Santiago de Compostela a Barcelona, y los sarracenos volvían a asediar Bari. Los atribulados bizantinos, como harían medio siglo más tarde, solicitarían ayuda a otros poderes cristianos. Por ahora solo obtuvieron respuesta de las nacientes repúblicas urbanas italianas, de Venecia en el 1003 y en el 1006 de Pisa. Aquello fue un signo de los nuevos tiempos, en los que los poderes musulmanes, víctimas de sus propias luchas internas, ya no se opusieron con igual determinación a los expansivos cristianos latinos.