LA RESTAURACIÓN. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

18.09.2020 16:30

                La importancia del período.

                En la Historia de España, se entiende por período de la Restauración el que va desde 1875 a 1898 a causa del retorno de los Borbones al trono español. En cambio, en la del resto de Europa la palabra Restauración se aplica a la época que va desde la derrota de Napoleón en 1815 a la revolución de 1848.

                Algunos historiadores han hablado de la época del sistema político canovista, por la decisiva participación del político Antonio Cánovas del Castillo. Otros, han diferenciado la última década de 1875-98, la de la crisis finisecular en la que España pierde sus dominios ultramarinos. En este capítulo, nos centraremos en el período que va de 1875 a 1893.

                En relación al reinado de Isabel II y especialmente al Sexenio Revolucionario, la vida política española se remansa y se establece una monarquía constitucional, que duraría efectivamente con altibajos hasta 1923 y oficialmente hasta 1931.

                Las prácticas políticas corruptas han empañado la imagen de la Restauración, aunque recientemente se ha valorado el esfuerzo de modernización realizado, no siempre coronado por el éxito.

                Los orígenes de la Restauración.

                El desgaste de la I República fue brutal en su breve existencia y entre los grupos propietarios que le habían dado la espalda a Isabel II ganó fuerza la causa de su hijo don Alfonso.

                En 1870 Isabel II abdicó en su hijo de trece años Alfonso y confió plenamente su causa en 1873 al político Antonio Cánovas del Castillo, que supo actuar en la agitada vida pública española, de la que era un buen conocedor. Historiador de la decadente España del siglo XVII, pensaba que el auge de la Europa germánica relegaba a la latina y los españoles deberían de proseguir su Historia sin sobresaltos, de la mejor manera posible, pues sus fuerzas no eran muchas en comparación con las de otros.

                El 1 de diciembre de 1874, don Alfonso firmó el manifiesto de Sandhurst, lugar de la academia militar británica donde estudiaba. Redactado por el propio Cánovas, Alfonso se declaraba buen español, buen católico y verdaderamente liberal. Se prometía una monarquía hereditaria y representativa que defendiera los derechos de los españoles.

                El 29 de diciembre de 1874 el general Martínez Campos se pronunció en Sagunto a favor de Alfonso XII, una acción que desagradó a Cánovas por considerarlo temerario. Él mismo fue detenido, pero el 31 de diciembre lograría formar un ministerio-regencia.

                El 14 de enero de 1875 Alfonso entró en Madrid.

                La Constitución de 1876.

                Cánovas reunió un Senado en el que tomaron asiento senadores y diputados de los últimos treinta años, que escogieron una comisión de notabilidades para formular las bases de una futura Constitución (20 de mayo de 1875).

                Se redactarían pasados dos meses y se convocarían elecciones a Cortes por sufragio universal masculino, según la ley electoral de 1870. En febrero de 1876 aprobarían la nueva Constitución, de momento la más duradera de la Historia de España.

                La soberanía residía en las Cortes con el rey, con inspiración de la Constitución de 1845. El rey fue declarado inviolable, contaba con iniciativa legal y derecho a veto, nombraba parte de los senadores y convocaba y disolvía las Cortes, compuestas por el Senado y el Congreso de los Diputados. No obstante, se recogieron los derechos individuales consignados en la Constitución de 1869. Se intentó así evitar el retraimiento de los antiguos liberales progresistas, que podían secundar insurrecciones como en tiempos de Isabel II.  

                La pacificación.

                Para acabar militarmente con los carlistas, se movilizó un ejército de 100.000 soldados y el propio Alfonso XII acudió al frente del Norte, dando la imagen del rey-soldado. En marzo de 1876 se proclamó el fin de la tercera guerra carlista y más tarde se declararía la abolición de los fueros vascos y de Navarra, aunque se dejarían en pie los conciertos económicos o sistema de contribución de las provincias vascas y de Navarra a la hacienda española.

                La actuación del general Martínez Campos logró la firma en Cuba del pacto de Zanjón en febrero de 1878, en el que se prometía extender a Cuba los derechos de Puerto Rico y la amnistía de los sublevados.

                Los grandes partidos políticos de la Restauración.

                Cánovas pensaba que un solo partido no podía garantizar el sistema, que debería de apoyarse en otros para adoptar las soluciones que exigieran los tiempos.

                Él mismo forjó el Partido Conservador con elementos procedentes de los moderados y de los unionistas, con apoyo en la aristocracia de Madrid, en los terratenientes y entre las personas de orden de las clases medias. A su izquierda, Sagasta terminó de formar el Partido Fusionista o Liberal en 1880, con seguidores del general Serrano, de Ruiz Zorrilla y de algunos republicanos de Castelar. Tuvo mayor aceptación entre los comerciantes e industriales.

                Ambos se alternaron en el ejercicio del poder de forma casi matemática (turno de partidos) y Sagasta fue presidente del consejo de ministros en 1881-1883, 1885-1890, 1892-1895 y 1897-1902.

                Se ha sostenido que tal alternancia fue afirmada de forma expresa con ocasión de la muerte de Alfonso XII, el llamado Pacto del Pardo, al parecer inexistente. Bajo la regencia de su segunda esposa María Cristina de Habsburgo (1885-1902), en nombre de su hijo Alfonso XIII, se mantuvo tal sistema.

                La teoría constitucional.

                Según la Constitución, los electores nombraban en las elecciones sus representantes o diputados entre los partidos políticos presentados y el rey encargaba la formación de gobierno al jefe del partido mayoritario, que contaba con la confianza de las Cortes y de la corona.

                De perder la confianza de la corona, debía dimitir, y de perder la de las Cortes también podía dimitir o convocar nuevas elecciones. De no lograr la mayoría necesaria, no podía mantenerse en el gobierno.

                En consecuencia, el papel de los electores es crucial. En la ley electoral de 1878 podían votar los varones mayores de veinticinco años que pagara de contribución territorial un mínimo de 25 pesetas o de 50 por subsidio industrial. Dentro del espíritu de transacción del sistema, los liberales restablecieron en 1890 el sufragio universal masculino.

                La constitución real.

                Conservadores y liberales recurrieron a la falsificación de las elecciones, algo que no era nada novedoso en la España del XIX.

                Cuando la corona entregaba el poder a un jefe de gobierno que convocaba elecciones, también le permitía “hacerlas”. Desde el ministerio de la gobernación se cursaban los oportunos telegramas a los gobernadores civiles de provincias en favor de los candidatos del partido a elegir, ya puestos en uno de los cuadros del encasillado. Confeccionar tal encasillado no estaba exento de negociaciones entre facciones. Desde el ministerio, se entregaban una serie de casillas al otro partido del sistema e incluso unas cuantas a la más benévola oposición al mismo. Así se demostraba “autenticidad”.

                El gobernador civil de turno entonces se ponía a través de los ayuntamientos en contacto con los poderosos locales, los caciques, apelativo burlesco que recordaba a los jefes de los pueblos amerindios. Muchos caciques eran grandes propietarios de tierras u hombres de negocios con capacidad, influencias, amistades en las altas esferas y posibilidad de hacer favores, como liberar a un mozo del servicio militar. Se establecieron así lazos de patronazgo y subordinación.

                Para evitar el comportamiento más independiente de las ciudades, se establecieron demarcaciones o distritos de predominio rural. Podía darse el caso que en uno hubiera más de un cacique, lo que llevara a complicadas negociaciones o incluso a tensiones. En el distrito de Requena-Ayora tuvo un destacado protagonismo el liberal Fidel García Berlanga, defensor de los intereses de los viticultores. Por lo general, en cada distrito se escogía un solo representante, el más “votado”. A los candidatos encasillados que no eran del distrito se les llamó cuneros, sarcasmo que hacía referencia a la costumbre de referirse en sus discursos a lo mucho que querían a aquella tierra amada, donde pasaron entrañables vacaciones o llegó a estar su cuna en sus años más tiernos….

                A los distritos más pasivos se les llamó pastueños, donde el electorado se limitaba a pastar lo que se les daba. En algunos se pensaba que el estar a bien con el gobierno ahorraba problemas y represalias (Al amigo el favor y  al enemigo la ley, se decía habitualmente). En otros más inquietos se recurría a las promesas, la compra de votos o la sustitución de urnas con papeletas o pucheros. Valentín Almirall refiere el caso rocambolesco de un pueblo en el que el puchero se encontraba en lo alto de un cobertizo y para ir a votar se tenía que pedir la escalera al secretario del ayuntamiento, que solo atendía una hora. Hasta los muertos o Lázaros llegaron a votar, al no revisarse convenientemente el censo electoral municipal. En estas condiciones, el pucherazo se convirtió en el compañero inseparable del caciquismo.

                Cuando el electorado reclamaba mayor respeto por sus derechos y no aceptaba tal estado de cosas, se desataba una coacción mayor y la violencia descarada, a veces ejercida por partidas de delincuentes, las de la partida de la porra, siguiendo un modelo surgido en Madrid para defender la candidatura de Amadeo I. Se atacaba a personas, redacciones de periódico y violentaban representaciones teatrales.

                Con la aplicación del sufragio universal masculino los problemas de manipulación electoral fueron mayores y fue surgiendo una clara oposición al sistema en ciudades como Madrid, Barcelona o Valencia, donde los candidatos gubernamentales terminaron derrotados.

                Cuando los liberales sustituían pacíficamente a los conservadores, y viceversa, cesaban los empleados públicos que habían nombrado a dedo. Los cesantes de las sufridas clases medias, retratados genialmente por Benito Pérez Galdós en Miau, no dejaban de maullar a la espera que nuevamente el amo les tirara la sardina. En la España de la Restauración se llamó a los honorarios de políticos y funcionarios fieles el turrón, al presupuesto público la cochiquera y al ayuntamiento la barraca de los chanchullos.

                La oposición.

                Aunque la Restauración se benefició del conformismo de parte de la sociedad española, tras los problemas políticos anteriores, varios grupos se pusieron enfrente del sistema y ganarían importancia durante el primer tercio del siglo XX.

                Tras la derrota militar, Carlos VII fue representado en Madrid por Cándido Nocedal, tipo intransigente que desde el periódico El Siglo Futuro cargaría contra el régimen y los católicos conservadores dispuestos a la colaboración, como los de la Unión Católica de Alejandro Pidal. Los integristas nocedalistas tendrían problemas con la jerarquía eclesiástica e incluso con algunos miembros de la familia real carlista.

                Los republicanos se dividirían en distintas tendencias. Los posibilistas de Castelar aceptarían el orden constitucional de 1876 por considerar que asumía los derechos esenciales de la Constitución de 1869. Pi y Margall no lo aceptaría, pero de manera pacífica defendería las ideas federalistas con obras como Las nacionalidades (1876). Ruiz Zorrilla se convertiría al republicanismo e impulsaría varios pronunciamientos fallidos entre 1883 y 1886, como el del general Villacampa en Madrid. Bajo Salmerón se agruparían desde 1890 varios republicanos, que formarían a la larga el núcleo más eficiente y decisivo.

                Los socialistas marxistas formarían en 1879 el PSOE en Madrid, cuyo primer congreso se celebró en Barcelona en 1888, coincidiendo con la fundación del sindicato UGT. Sus principales núcleos se encontrarían en Madrid y en Vizcaya, mientras el anarquismo ganaba adeptos en Cataluña y en otros territorios.

                Precisamente en 1881 se había fundado también en Barcelona la anarquista Federación de Trabajadores de la Región Española, que contó con una rápida expansión. En 1882 celebró su II Congreso en Sevilla, pero las agitaciones campesinas andaluzas de 1882-1884 ocasionaron su división entre los que defendían actuar dentro de la legalidad y los que se negaban. Las persecuciones de la autoridad determinaron su paso a la clandestinidad y su división en varias tendencias. En estos años el anarquismo de Bakunin (el anarcolectivismo) comenzó a ser desplazado en España por el anarcocomunismo de Kropotkin. También despuntó la tendencia de la propaganda por el hecho o acción que sacara a la mayoría de la indiferencia, como un atentado, realzando el conflicto social y la necesidad de adoptar actitudes revolucionarias. En 1878 se atentó fallidamente contra Alfonso XII, en la década de 1880 actuó en Andalucía la Mano Negra y en la de 1890 hubo sonados atentados en Barcelona, como el de las dos bombas del teatro del Liceo en 1893.

                Tras la abolición de los fueros vascos y navarros, ganaron fuerza en medios tradicionalistas las ideas nacionalistas, especialmente en la industrial Vizcaya, donde contemplaron con antipatía la llegada de trabajadores burgaleses y cántabros, que fueron adscribiéndose al naciente PSOE. En 1892 Sabino Arana publicó Bizcaya por su independencia, de carácter antiliberal, antiespañol, racista y separatista. Fundaría en 1895 el PNV.

                La aparición del catalanismo.

                El nacionalismo vasco de la época se había inspirado en el auge del catalán, pues el propio Sabino Arana había estudiado en Barcelona.

                Sobre los antecedentes del catalanismo se ha debatido bastante. El desarrollo de la nueva sociedad industrial en Cataluña lo alentó, así como la difusión del romanticismo literario, que hacía hincapié en la lengua y en las singularidades históricas de cada territorio. Los Juegos Florales de poesía, establecidos en Barcelona en 1859, animaron el uso del catalán en la literatura. A este período de resurgir de las letras catalanas se le ha llamado la Renaixença.

                Recientemente, se ha descartado a los carlistas como los padres políticos del catalanismo y la atención ha recaído en los republicanos federalistas. Apareció como tal, de forma nítida, de la escisión de los federalistas catalanes de Valentín Almirall, que en 1879 fundó el Diari Català y en 1880 convocó el Primer Congreso Catalanista, del que surgió el Centre Català de carácter reivindicativo y abierto a distintas tendencias.

                En 1885 los catalanistas presentaron a Alfonso XII un Memorial de Agravios, en el que se denunciaban los tratados comerciales que perjudicaban a la industria catalana y se defendía el derecho civil de Cataluña ante la centralización del Código Civil.

                Almirall defendió el particularismo de Cataluña en Lo catalanisme (1886), en el que presentaba a España dividida en dos grandes comunidades humanas, la abstracta castellana y la concreta vasco-pirenaica, representada por los catalanes, que alcanzaban hasta Alicante. Proponía formar un Estado compuesto al modo de Austria-Hungría, en la que el centro tenía que ceder poder a las tierras catalanas como medio para modernizar España.

                Durante estos años, los símbolos catalanistas fueron difundiéndose definitivamente, como el himno Els segadors o la Diada del once de septiembre.

                Tales avances no evitaron que en 1887 el Centre Català se dividiera entre los federalistas de Almirall y los conservadores del diario La Renaixença, que lo abandonaron para formar la Lliga de Catalunya, en la que entrarían personas de gran importancia en el futuro del catalanismo como Enric Prat de la Riba o Francesc Cambó.

                La Lliga propuso la formación de una Unió Catalanista, que en 1892 celebró una asamblea en Manresa de la que saldrían las Bases para la Constitución Regional Catalana, de carácter autonomista y conservador. Con el Desastre del 98, el catalanismo ganaría fuerzas y adeptos.

                Para saber más.

                Albert Balcells, Història del nacionalisme català. Dels orígens als nostres temps, Barcelona, 1992.

                José Luis Comellas, Cánovas del Castillo, Madrid, 1997.

                Carlos Dardé, La Restauración, 1875-1902. Alfonso XII y la regencia de María Cristina, Madrid, 1996.

                Melchor Fernández Almagro, Historia política de la España contemporánea, 3 tomos, Madrid, 1956.

                José María Jover, España en la política internacional: siglos XVIII-XIX, Madrid, 1999.

                José Luis Ollero, Sagasta. De conspirador a gobernante, Madrid, 2006.

                José Varela, Los amigos políticos: partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración (1875-1900), Madrid, 1977.