LA MONARQUÍA HISPÁNICA EN LUCHA CONTRA LA PESTE.

28.01.2019 13:25

                La peste ha sido considerada por recientes investigadores como el noruego Ole J. Benedictow un verdadero ejército capaz de lanzar sus divisiones de territorio en territorio aprovechando los caminos del comercio. En la Baja Edad Media tales evoluciones causaron terribles estragos en Europa, pero entre los siglos XVI y XVII sus acometidas no fueron menos furibundas. Para enfrentarse con la peste, las autoridades hicieron uso de todos los medios a su alcance. La extendida Monarquía hispánica la combatió en la medida de sus posibilidades como si de uno de sus enemigos corpóreos se tratara.

                Sus fuerzas eran mermadas por la peste, que mataba muchas de sus gentes, acortaba sus rentas y ocasionaba no pocos desórdenes, en un tiempo en que el arbitrismo denunciaba la creciente despoblación castellana y el declive del poder español. La Monarquía, preocupada por su fuerza, tenía buenas razones para temerla.

                Sus embajadores e informadores dieron buena cuenta de los brotes de la enfermedad y de sus contagios, sin omitir noticias sobre las medidas adoptadas por las autoridades de turno. El Consejo de Estado, encargado de los asuntos que hoy en día llamaríamos exteriores, lo ponía en conocimiento de los Consejos de Portugal, Castilla y Aragón para que adoptaran las disposiciones de cuarentena oportunas, generalmente prohibir el comercio con localidades afectadas. A diferencia de la persecución del bandolerismo, la lucha contra la peste no planteó medidas muy distintas de un reino a otro ni tantos contrafueros o quejas de violación de sus leyes privativas. Quienes se encargaban de aplicarlas eran los municipios de los distintos reinos, entonces con unas competencias muy superiores a los actuales. También se daba el caso que una ciudad diera aviso a otra hasta notificarlo a la autoridad superior de la Monarquía. En 1628 Ceuta dio buena cuenta al Consejo de Portugal de la epidemia que asolaba Argel, y en 1630 Barcelona notificó a Valencia el estado de peste de Francia. Ante tal enemigo las defensas se mantuvieron atentas.

                La interrupción del comercio regular disgustó a hombres de negocios, carreteros, arrieros y marineros, por lo que las autoridades observaban la situación y meditaban antes de adoptar medidas de cuarentena. De todos modos, la peste era un enemigo tan horroroso que concitaba más voluntad de combatirlo que el mismo Turco u otro, por los que los reyes exigían cuantiosos servicios económicos. Las ciudades castellanas con voto en Cortes pidieron con satisfacción la canonización de San Roque en 1600 por su intercesión, cuando en otros asuntos se mostraron menos complacientes, especialmente a raíz del oneroso servicio de los millones.

                Dentro de la Monarquía hispánica, el área de España se encontró expuesta a las epidemias llegadas del espacio atlántico y del mediterráneo. Tras los estragos de la epidemia de origen atlántico que golpeó especialmente Castilla a finales del reinado de Felipe II, preocupó la evolución de la enfermedad en el imperio otomano. En 1605 golpeó el Norte de África, Egipto en 1609 y en 1619 el Levante, en estrechas relaciones con Francia. De hecho, la peste atacó los dominios turcos hasta comienzos del siglo XIX. Todo estado de peste en Sicilia, granero de buena parte de España, era especialmente preocupante, como se vio en 1624. La epidemia que atenazó Italia entre 1629 y 1631, en parte difundida por los movimientos de tropas, inquietó sobremanera, en particular la situación de Lombardía en 1630, puno clave en el despliegue militar español en Europa.

                Francia, gran oponente de España, también fue atacada con fuerza por la peste en la primera mitad del siglo XVII, por lo que se extremaron las precauciones en las fronteras pirenaicas y en los puertos. En 1625 Inglaterra se encontraba afectada por la enfermedad, por lo que las autoridades francesas prohibieron comerciar con aquélla, extremándose las cautelas en Calais. De poco sirvieron tales medidas, pues entre 1626 y 1627 la peste golpeó con virulencia Francia, particularmente el Sur, una situación que se prolongó durante varios años, coincidiendo con intensos fríos en el invierno de 1630-31. Es cierto que tal desgracia creaba sensibles dificultades a un enemigo de la Monarquía hispánica en una época de fuertes compromisos militares en varios frentes de guerra, pero la cercanía y los intensos vínculos con Francia entrañaban un peligro muy serio. Se atribuyó a la codicia de los franceses la entrada en Denia de tejidos de Lyon infectados en 1630. Bajo este punto de vista, las medidas de cuarentena reforzaron las emprendidas contra los intereses económicos franceses, según el espíritu de la Junta del Almirantazgo promovida por Olivares. La situación de los condados del Rosellón y Cerdaña era especialmente expuesta, con una población discreta y con quejas de ser poco atendidos desde Barcelona, y en 1633 la peste en Carcasona inquietó sobremanera en la inquieta Perpiñán. En 1640 Francia volvió a verse aquejada por la epidemia, pero aquel mismo año la Monarquía hispánica padeció una aguda crisis política con la insurrección en Cataluña y la separación de Portugal.

                Ya en 1637 se habían dado casos de peste en la mercantil Málaga, pero la situación alcanzó su etapa más grave entre 1647 y 1654, durante la gran epidemia mediterránea. Entonces las fuerzas francesas irrumpieron en la Península, y desde tierras catalanas amenazaron Valencia y Aragón. Aunque el anterior dispositivo de cuarentena hispánico se vio afectado por ello, la peste también golpeó a los partidarios de la Monarquía francesa en Barcelona y los municipios españoles, como el de la entonces castellana Requena, pudieron adoptar medidas eficaces, desde la prohibición de comerciar con áreas afectadas a acopiar importantes cantidades de grano, dadas las relaciones entre desnutrición y enfermedad. De todos modos, las restricciones del comercio entre Castilla y Valencia fueron perjudiciales para aquélla y varias localidades valencianas.

                En 1647 la epidemia atacó Valencia, Murcia en 1648, y en 1649 afectaba Aragón desde Alcañiz y la gran metrópoli de Sevilla, la puerta de Europa a las Indias. Al año siguiente, el contagio se ha cebado con Córdoba, Écija, Gibraltar, Jerez de la Frontera y Málaga. Desde la villa y corte de Madrid se temió la llegada de la peste, disponiéndose la guarda de Sierra Morena, cuyos parajes se consideraban tradicionalmente inseguros. La enfermedad también amenazaba las posiciones de Felipe IV en Cataluña. En Tarragona se separó a los soldados de la población civil en verdaderos cuarteles, y se temió la que la peste aniquilara a su reducida guarnición. Las restricciones de las compras de trigo de Castilla y la llegada de prisioneros del frente catalán facilitaron la difusión de la peste en Aragón en 1651. Zaragoza sufrió intensamente, al igual que Huesca. En 1652 la epidemia hacía de las suyas en Castellón de la Plana, Gandía, Ibiza, Mallorca y Menorca. El asalto de la enfermedad contra la España mediterránea había sido especialmente recio. Desde la soriana Ágreda se siguió su evolución para que no irrumpiera en Castilla la Vieja. La peste se ha considerado uno de las razones del despoblamiento y del abatimiento de la España del siglo XVII, aunque tal relación no fue tan sencilla. La enfermedad también afectó a sus rivales, y en 1649 se dio cuenta desde Alicante de sus incidencias en Marsella. Debilitó a los franceses en Cataluña y allanó la toma de Barcelona en 1652. Asimismo, la España mediterránea experimentaría durante el reinado de Carlos II una recuperación que no disfrutó en igual medida la interior.  

                El frente del Mediterráneo no pudo ser descuidado en las décadas siguientes, precisamente, con la peste extendiéndose en 1656 por Cerdeña, Génova, Roma y Nápoles. Entre 1675 y 1676 hizo de las suyas en la estratégica Malta de los caballeros de San Juan, afectando en 1678 a Orihuela o a Alicante en 1681. El creciente peso de los comerciantes del Norte de Europa en la economía de la España mediterránea aconsejó extremar la observación de lo sucedido en los países atlánticos, más allá de la cornisa cantábrica y el golfo de Cádiz. En 1665 se previno desde Alicante de la peste que atacaba Londres.

                Al año siguiente, la epidemia afectaba a Hamburgo, Ámsterdam y Nantes. Aunque con patentes de sanidad logradas en Cádiz, puerto más favorable que Sevilla al comercio extranjero, sus naves eran recibidas con aprensiones en los puertos valencianos en su camino hacia Marsella y Tolón. La prohibición del comercio con Provenza era una alternativa para aquella España crecientemente conectada, pero las presiones de la Francia de Luis XIV fueron intensas, especialmente cuando sus escuadras pidieron recalar para abastecerse en momentos de riesgo de epidemia. En 1666 el cónsul francés en Alicante avisó de la llegada de naves de su rey a su puerto, lo que causó no poca inquietud en el Consejo de Aragón.

                Años después, en 1720, la peste atacó con virulencia Marsella. Por entonces, la Monarquía hispánica se había visto reducida territorialmente por el tratado de Utrecht. Sin embargo, había logrado rehacer la solidez de sus barreras de cuarentena (en las lejanas Filipinas se prohibió la entrada de buques franceses), y las grandes epidemias procedentes del mundo otomano apenas le afectaron en el siglo XVIII. La Viena de 1679 padeció peste de aquella procedencia, y los austriacos también tendieron en la Europa danubiana extensos cordones sanitarios. A este respecto, la Monarquía española combatió de la mejor manera que pudo a un adversario mortífero a despecho de dificultades e intereses creados.

                Fuentes.

                ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN. Consejo Supremo de Aragón, legajo 0096, 0097 y 0098.

                Víctor Manuel Galán Tendero.

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