LA LUCHA EN EL MAR DURANTE LAS GUERRAS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA. Por Gabriel Peris Fernández.

27.12.2017 09:30

                

                En 1792 Francia y Gran Bretaña, viejos rivales, rompieron hostilidades ante el avance de las tropas de la primera por los Países Bajos. Las iniciales simpatías británicas por la Asamblea Nacional se terminaron de disipar generalmente tras la ejecución de Luis XVI en enero de 1793. España, anterior aliada de Francia, se sumó a la coalición contraria a la Revolución. Aunque la guerra por tierra tuvo una importancia crucial, las operaciones navales fueron adquiriendo cada vez mayor importancia. Los buques más poderosos de las distintas armadas eran los navíos de línea de varias cubiertas e importante dotación artillera, que acostumbraban a abrir fuego de costado contra la formación enemiga.

                La armada francesa había acusado las luchas políticas de la Revolución, con merma de su oficialidad, y la británica disfrutaba entonces de buena preparación. La española disponía de buenos oficiales y de un apreciable número de buques. En todas las flotas de guerra, las condiciones de la marinería forzada a servir eran muy precarias. Su entrenamiento artillero, trabajo ciertamente arduo, distaba a veces de ser el apropiado.

                En el puerto de Toulon fondeaba la mitad de la flota francesa. Los monárquicos franceses se la ofrecieron a los aliados en el 93. Fuerzas navales británicas, españolas, napolitanas y sardas llegaron a hacerse temporalmente con la posición, pero las tropas revolucionarias mandadas por un joven Bonaparte lograron recuperarla. Los monárquicos franceses hundieron entonces las naves de su país para que no fueran utilizadas por sus adversarios. El amotinamiento de la marinería en la bahía de Quiberon añadió nuevos problemas a la Revolución en los mares.

                En estas condiciones, los franceses se encontraban a la defensiva en los océanos, con sus buques anclados en puertos como el de Brest. En mayo de 1794 se ordenó que aquella flota zarpara para proteger un convoy, procedente de América, de 117 barcos cargados de cereal. Los británicos, comandados por el almirante Howe, pusieron en práctica la táctica de romper la línea enemiga, que les dispenso una costosa victoria. De todos modos, las naves con provisiones llegaron a buen puerto.

                Lo cierto era que las fuerzas de la Revolución se estaban imponiendo a sus enemigos por tierra. Las armas españolas se encontraban en retroceso en el País Vasco y Cataluña, lo que determinó al gobierno de Madrid a entablar negociaciones, que culminaron con la firma en 1795 de la paz de Basilea. Paralelamente, los franceses lograron conquistar con la ayuda de los patriotas holandeses los Países Bajos. Se proclamó la República Bátava, que alineó su flota con la francesa. El depuesto estatúder llegó a ceder los dominios coloniales holandeses a Gran Bretaña, determinado a crear el mayor número de problemas a sus rivales. En 1796 España firmó con su antigua aliada Francia el tratado de San Ildefonso, dirigido contra una Gran Bretaña codiciosa de las Américas hispanas tras la pérdida de las Trece Colonias.

                En diciembre de 1796 los franceses mandados por el general Hoche se lanzaron a la invasión de Irlanda, punto débil de los británicos. Lo secundaron los irlandeses unidos de Wolfe Tone. Se planeó el desembarco de 13.000 soldados en la bahía de Bantry gracias a la protección dispensada por diecisiete navíos de línea junto a otros buques. El momento escogido para la operación no era el apropiado, y las pésimas condiciones meteorológicas lo malograron completamente. A comienzos de 1797, la batalla naval del cabo de San Vicente frustró la unión de las armadas española y francesa para actuar contra las posiciones británicas. El almirante Jervis consiguió derrotar al almirante Córdoba, con la ayuda del entonces comodoro Nelson, que supo tomar la iniciativa  de forma apropiada.

                Las terribles condiciones de los marineros provocaron motines a bordo de los buques británicos en Nore y Spithead. Unas 113 naves se negaron a seguir las órdenes del gobierno de Londres en el canal de la Mancha. El bloqueo británico de los puertos controlados por la Francia del Directorio y sus aliados peligraba seriamente. Los holandeses tuvieron noticias tardías de ello e intentaron cambiar infructuosamente la situación frente a Camperdown en octubre de 1797.

                Ya en febrero de aquel mismo año los británicos se habían hecho con el dominio de la estratégica Trinidad, pero sus ataques contra Puerto Rico fracasaron, al igual que su intento de conquistar Tenerife en el mes de julio, donde fue derrotado el mismo Nelson. Los españoles mantuvieron el dominio de la vieja ruta de la carrera de las Indias, con todas las asechanzas. Las espadas se mantenían en alto.

                En 1798 el audaz Napoleón, victorioso en Italia, acometió su famosa empresa egipcia, pues si se apoderaba de la tierra de los faraones lograría dominar la ruta de la India y dar nuevos bríos al poder francés en Asia, abatido tras la guerra de los Siete Años (1756-63). Logró burlar el bloqueo de Toulon de Nelson, desplazado por una galerna, pero su flota fue fatalmente alcanzada en la bahía de Abukir en agosto de aquel año. La empresa egipcia de Bonaparte se resintió especialmente por ello, aunque las guerras de la Revolución habían demostrado que la fuerza naval británica, superior a la de sus rivales, no conseguía abatir por si sola a la de la nueva Francia, triunfante en el continente. Los franceses emprendieron en 1798 una segunda invasión de Irlanda, que no tuvo éxito, y los británicos se estrellaron en la de los Países Bajos. Más allá de Trafalgar (1805), Gran Bretaña necesitaría de aliados como la España patriota, a partir de 1808, para abatir a su resistente rival.