LA INSURRECCIÓN DE LOS CIPAYOS INDIOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

23.08.2014 16:42

 

                En 1857 se recordaba en la India el centenario de la batalla de Plassey, que abrió las puertas al dominio de la inglesa Compañía de las Indias Orientales. Durante aquel siglo la Compañía había quedado subordinada al gobierno real tras obtener un préstamo en 1772 de un millón de libras para evitar la quiebra. De las operaciones comerciales iniciales pasó a la administración pública de un enorme territorio en nombre del poder británico, ya que en ningún momento tuvo vacilación en expansionarse.

                La Compañía reclutó entre las comunidades del Subcontinente un poderoso ejército, distribuido entre las presidencias de Bombay, Madrás y Bengala. Se calcula que en 1850 la India histórica (compuesta por las actuales Pakistán, Unión India, Bangladesh y Sri Lanka) estaba habitada por unos trescientos millones de personas, y los efectivos militares de la Compañía sumaban unos 340.000 hombres, de los que sólo 40.000 eran europeos, muchos de ellos oficiales capacitados de edad madura que habían ascendido por sus méritos en el combate y no comprando su rango de mando como todavía acontecía en la metrópoli. Sus soldados asiáticos cipayos (del persa sipahi o jinete) habían demostrado en numerosos lances su marcialidad.

                El compromiso de tales soldados no se puso en cuestión por falta de pago, sino por razones religiosas. Los servidores europeos de la Compañía se creyeron en el deber de reformar las costumbres indias, considerando bárbaras algunas como el sati o incineración de las mujeres tras enviudar y el thagi o asesinatos rituales en honor de Kali. Muchos bengalíes creyeron que perderían su casta si eran destinados más allá de su país.

                La gota que colmó el vaso fue la invención que los cartuchos de los nuevos fusiles Enfield se engrasaban con una mezcla de vaca y cerdo, y como los soldados deberían morderlos por un extremo para disponer convenientemente la bala y la pólvora tanto hindúes como musulmanes se consideraron profundamente ofendidos, pues creyeron que era una añagaza para convertirlos al cristianismo.

                En enero de 1857 el ambiente se encontraba muy enrarecido. Fanáticos visionarios chapattis recorrían las aldeas anunciando la profecía de los cien años, cuando los naturales darían la vuelta al resultado de Plassey. Curiosamente antes de la expulsión de los moriscos de los reinos de España también proliferaron este género de visiones de liberación militar. La situación era particularmente tensa entre las unidades bengalíes, y en mayo su descontento estalló con violencia a cincuenta kilómetros al Noreste de Delhi, en la guarnición de Heerut, algunos de cuyos miembros habían sido severamente castigados.

                Los insurrectos aniquilaron a sus mandos europeos, y en buen orden de combate tomaron la poderosa ciudad de Delhi. En su celebérrimo Fuerte Rojo encontraron a un descendiente del gran Tamerlán, Bahadur Sha II, al que rindieron pleitesía como a su señor. La India británica parecía tan en peligro como la Murcia castellana en 1264. Mientras tanto la epidemia de cólera barría con crueldad sus tierras.

                Los británicos contuvieron el golpe por varios factores. La columna de Anson, que fallecería de resultas del cólera, se movió con celeridad hasta posicionarse en las sierras que dominaban Delhi por el Norte. Tras la finalización de la guerra de Crimea el Reino Unido pudo enviar fuerzas del ejército real, cuyos regimientos eran alquilados en ocasiones por la Compañía, gozando sus oficiales de las atenciones de los servidores indios. Resultó clave de todos modos la relativa fidelidad de los cipayos de las presidencias de Bombay y Madrás, y la cooperación de las tropas del Punjab, de incorporación reciente al control británico.

                La batalla fundamental se libró por la posesión de Delhi, hacia la que convergieron cinco columnas de los británicos y sus aliados. Sus rojas murallas encajaron un fuerte bombardeo, y el 13 de septiembre de 1857 aparecieron a las claras sus brechas. Lanzarse dentro de tan populosa y compleja ciudad podía convertirse a la perfección en una trampa mortal. Los cipayos y sus seguidores se aprestaron a combatir calle por calle. Hasta el día 19 del mes se peleó denodadamente por ambas partes. Los británicos alcanzaron finalmente el Fuerte Rojo, y el 21 consiguieron la entrega del timúrida Bahadur Sha II y de su familia.

                Los combates alcanzaron hasta la primavera de 1859 en el Subcontinente, que a fines de 1857 había pasado al control directo del Parlamento metropolitano. El Gran Motín puso el punto final a la Era de la Compañía, y reafirmó el dominio británico por casi un siglo más. Sin la propia ayuda india no se hubiera logrado. Con tranquilidad Gran Bretaña pudo reclutar a partir de entonces grandes contingentes de los pueblos del Norte, esenciales para su poderío militar al Este de Suez.