LA GUERRA CONTRA LOS SACRÍLEGOS.

13.10.2018 16:30

                El poder religioso ha orientado históricamente al político, y el político ha pretendido revestirse del religioso. Semejante máxima ha distado de cumplirse en muchas ocasiones. En la Sumeria del tercer milenio antes de Jesucristo, los grupos sacerdotales fueron desplazados del poder de las ciudades por los de los comandantes militares paulatinamente. El poder faraónico del Imperio Nuevo fue socavado por el influyente clero de Ra. La aparición y difusión del cristianismo plantearon un importante desafío ideológico al poder romano, que se intentó resolver de la manera más favorable a los emperadores durante el Bajo Imperio. El quebranto del Imperio romano de Occidente afirmó la influencia de la Iglesia sobre ciudades tan destacadas como Roma. Los eclesiásticos alcanzaron una gran importancia en la Hispania visigoda, a través de los concilios toledanos, y en la Europa posterior a Carlomagno. Ejercieron importantes funciones políticas, detentaron una gran cantidad de bienes y alzaron de forma elocuente su voz en la cultura.

                En esta tesitura, fueron objeto de vivas envidias. La emergencia de los guerreros feudales, que hicieron del uso de la violencia su manera de resolver sus litigios, tuvo consecuencias nefastas para monasterios y parroquias. Los grandes depositarios de la cultura escrita latina denunciaron tal estado de cosas y reclamaron un orden más estricto, más favorable a sus intereses. El movimiento de la paz de Dios así lo pretendió antes del lanzamiento de las cruzadas. Los reyes procuraron beneficiarse del mismo, por mucho que mantuvieran enojosos litigios con arzobispos y abades, pues pretendían proveer a su gusto las sedes de sus reinos. Jaime I fue uno de aquellos monarcas. En 1228 quiso seguir la voluntad de sus padres aconsejándose de figuras como el arzobispo de Tarragona y otros prelados, además de magnates y prohombres de las ciudades. Del Cinca a Salsas estableció constituciones de paz y tregua para Cataluña, en la que se declaró todo ataque contra los eclesiásticos un sacrilegio, incluyéndose las órdenes militares. La monarquía se convertía en garante de las personas y los bienes de la Iglesia. Todo ataque se consideraría un sacrilegio o agresión contra lo sagrado.

                La iconoclastia vivida en el mundo bizantino, que algunos autores han puesto en relación con cierto ejemplo e influjo islámico, no afectó al Oeste cristiano durante la Edad Media. Las imágenes y las reliquias alcanzaron una gran devoción, y monarcas como los de Francia se enorgullecieron de las reliquias de la Santa Capilla. En el siglo XVI, Felipe II mandaría a sus enviados por una buena parte de Europa para conseguir unas cuantas, un proceder que también siguieron nobles y prohombres urbanos. Tales objetos de devoción permitían acercarse a los santos y a la Virgen, de gran eficacia para lograr la intercesión de Dios. El protestantismo impugnó tales creencias de diversas maneras, pues sostenía que la propia María todavía no había resucitado y no se encontraba cerca de Dios para rogar por el alma de los fieles. En el verano de 1566 estalló en los Países Bajos una importante revuelta iconoclasta, que desató importantes acontecimientos.

                En España y Portugal, unidas entre 1580 y 1640, la Inquisición penaba toda profanación con la ejecución en la hoguera, aunque estuviera motivada por la simple codicia de objetos preciosos y no por motivos religiosos. Sin llegar a tales extremos, se denunciaron desacatos contra los templos en varios puntos del imperio español. En la extensa Nueva Galicia, abierta a la colonización, la audiencia de Guadalajara tuvo que proceder contra los mismos en 1554. El bandolerismo añadió mayores problemas al respecto. En la Orihuela de 1684 se denunciaron robos en sus iglesias.

                El control de los distintos reinos de la Monarquía no fue nada fácil para los oficiales de la Corona, identificada bajo los Austrias con la defensa del catolicismo frente a sus enemigos. En las Cortes de Castilla se invocó la defensa de la religión para arrancar importantes servicios económicos a los contribuyentes, en numerosas ocasiones en apurada situación. El saqueo de Roma en 1527, que algunos juzgaron castigo inevitable de la nueva Babilonia, no benefició nada la imagen de Carlos V, que deploró públicamente la actuación de sus fuerzas. El emperador tuvo que cuidar su imagen, y se refiere que cuando acudía a la batalla de Mühlberg encontró la figura de un Cristo crucificado al que le habían roto los brazos. Indignado vivamente, juró vengar tal afrenta. Fuera cierta o no la anécdota, refleja la manera de pensar y de justificarse del poder real de la España coetánea.

                Las guerras de religión en Francia, los Países Bajos y el Sacro Imperio prodigaron sacrilegios de todo tipo. En 1640, en el curso de la guerra de los Treinta Años, los combates terminaron afectando al territorio al Sur de los Pirineos. Los enfrentamientos entre soldados de la Monarquía hispánica y paisanos catalanes dieron pie a la quema de templos como el de Riudarenes, enconando fatalmente los ánimos de parte del Principado. Mientras la imagen de Luis XIII se vio beneficiada ante la opinión católica como debelador de los hugonotes de su reino, la de Felipe IV y sus ministros como protectores quedó seriamente cuestionada como recto gobernante cristiano. Consciente de la gravedad de los cargos, su gobierno y sus fieles intentaron recomponer su imagen. A la acción militar se sumó la propagandística, y se pretendió acusar a los franceses de los mismos o peores cargos al respecto. Las entradas de los ejércitos de Francia en varios puntos del obispado de Vic, abierto a las acciones de ambos contendientes, ocasionaron desperfectos de espacios religiosos y sustracción de objetos litúrgicos. En 1654 el penitenciario del mismo obispado dictó sentencia de excomunión contra los franceses.    

                El acceso de Felipe V, de origen francés, no supuso el cambio radical que a veces se ha supuesto un tanto a la ligera. El nieto de Luis XIV recibió consejos de moderación hacia sus nuevos súbditos, que no siempre fue capaz de cumplir. Al comienzo de su reinado intentó conjurar la imagen mortecina del anterior titular del trono, y se presentó como un activo monarca, capaz de ponerse al frente de sus ejércitos. Tales ímpetus se compatibilizaron con la comprensión por los padecimientos que la guerra ocasionaba a sus súbditos. Así lo hizo a la hora de declarar en 1703 las hostilidades al rey de Portugal, anterior aliado de la casa de Borbón. Consideró entonces apropiado recordar por qué se tomaba las armas, como la defensa de la herencia recibida por la voluntad de Dios. Siguiendo tal razonamiento, todo ataque contra él era una agresión contra la verdadera religión, por lo que no cabía extrañarse que los herejes de Inglaterra y los Países Bajos secundaran a su oponente Carlos de Austria. Defender España, pues, de los ataques portugueses iba más allá de evitar toda amputación territorial, sino también evitar la profanación de sus templos del invasor. Por entonces ya se anunciaba la propaganda borbónica contra sus oponentes en lo sucesivo, empapada de mensaje religioso. Muchas localidades castellanas serían seducidas por semejantes mensajes, a diferencia de otras de la Corona de Aragón.  El clero también se dividió.

                El régimen de Carlos de Austria no pretendió romper de ningún modo con la ordenación y orientación ideológica anterior de la Monarquía hispánica. Católico, se interesó vivamente por el control de la Inquisición. En la ciudad de Valencia y otras, don Carlos asistió con solemnidad a los oficios religiosos. Cumplía en teoría todos los requisitos sagrados para ser titular del trono hispano. Sin embargo, sus fuerzas fueron gravemente acusadas de cometer sacrilegios y profanaciones.

                Desde Madrid se publicaron opúsculos que denunciaban tales excesos en los obispados de Sigüenza, Cuenca y Osma, y en el arzobispado de Toledo durante las campañas de 1706 y 1710, en las que sus fuerzas alcanzaron la villa y corte sin resultados definitivos. Durante la conquista austracista de Alicante también se denunciaron excesos contra las iglesias. Carlos de Austria gozó de importantes apoyos en la Corona de Aragón, cuyos naturales le dispensaron importantes contingentes de tropas. En Castilla el apoyo popular fue muy sensiblemente menor, y el despliegue militar de sus aliados resultó imprescindible. Las unidades portuguesas, a veces injustamente denostadas por sus mismos coaligados, provenían de un reino católico, con Inquisición y clara aceptación de las disposiciones del concilio de Trento. La acusación de judaizar hecha a algunos mercaderes portugueses en el pasado carecía de peso a comienzos del XVIII. Sin embargo, los contingentes de los Países Bajos y del reino de Inglaterra eran harina de otro costal. Con dinero que Carlos les reembolsaba desde sus dominios italianos, los ejércitos ingleses asoldaron regimientos del Sacro Imperio y de hugonotes de origen francés. Los alemanes mantuvieron un comportamiento muchas veces altivo con sus mismos aliados. En Tarragona chocaron con la justicia y la milicia local de forma violenta por cuestiones como la provisión de leña. Obligados a convertirse al catolicismo por Luis XIV a partir 1685, bajo la coacción del establecimiento de soldados en sus hogares, abandonaron Francia en dirección a países como Inglaterra. La entrada en la católica España, regida por una dinastía aborrecida, ofrecía oportunidades no solo de botín para el común de los soldados, sino también de vengar la causa de Dios para algunos especialmente religiosos.

                La propaganda borbónica denunció deterioro grave de imágenes, robo de objetos litúrgicos y rotura de espacios eclesiásticos en distintos puntos. Se diría que sería el resultado del saqueo por gentes no católicas. ¿Hasta qué punto hubo intencionalidad religiosa? En algunos casos la podemos constatar. En Cuenca, un ministro protestante predicó ante el tribunal de la Inquisición y el hospital real de Santiago. Un capitán hugonote le reprochó a un vecino que llevaba un rosario el engaño en el que vivían los católicos, según su criterio. No hubo en aquella ocasión ningún muerto. Quizá entre los hugonotes alentaba cierta esperanza de conversión, más allá de las conveniencias políticas.

                La guerra de Sucesión Española no fue una contienda religiosa al modo de la de los Treinta Años, pero contuvo elementos de lucha religiosa. El castillo de Alicante fue uno de los últimos puntos fuertes en manos de las tropas de Carlos de Austria. Ocupada nuevamente la ciudad por los borbónicos, aquéllas se acogieron a las alturas de la fortaleza. Con muchos soldados hugonotes, se negaron a capitular pese a la intimación de la mina excavada en el monte Benacantil. Determinaría la rendición finalmente su explosión el 4 de marzo de 1709, día de San Francisco Javier, al que se atribuyó el “milagro”, especialmente por parte de los jesuitas. Se diría que católicos y protestantes se sometieron entonces a su modo al juicio de Dios.

                Felipe V contó entre sus partidarios a tipos tan combativos como el cardenal Belluga, el obispo de Cartagena que llegó a ser virrey de Valencia. Ordenaría el rey oficiar misas de Desagravio por las acciones de sus enemigos. La tirantez con la Santa Sede no le impidió presentarse como un adalid de la España católica. Los capellanes de sus ejércitos a veces tuvieron controversias con los curas párrocos por bautizos u otras cuestiones del culto, pero la autoridad regia se mantuvo firme a través de su vicario castrense. La reconquista de la plaza de Orán en 1732 se hizo bajo el signo del legitimismo (reintegrar un dominio de la Monarquía) y de la religión.

                La España del siglo XVIII no padeció un episodio tan traumático como la guerra de Sucesión hasta la invasión napoleónica. Los enfrentamientos con Gran Bretaña se sustanciaron en otro plano y en otros escenarios geográficos. La Revolución desató un verdadero vendaval en Francia que también alcanzó a la Iglesia. Los ejércitos revolucionarios adquirieron fama de fogosos y de contrarios a la vieja religión católica, que alzó contra los mismos gran indignación entre parte de los españoles. A la entrada de las fuerzas napoleónicas y a las renuncias de Bayona no se opusieron ni la alta jerarquía eclesiástica ni los principales funcionarios del reino. La insurrección popular trastocó sus planteamientos, y tras la victoria española en Bailén tuvieron que hacerse perdonar. El 31 de agosto de 1808 el Consejo de Castilla ordenó celebrar el siguiente domingo 4 de septiembre en la iglesia matritense de Santa María funciones de desagravio por las profanaciones cometidas por las tropas francesas. Según un modelo ya bien prefijado, se condenaron los robos de vasos sagrados, el destrozo de imágenes y la humillación de las Sagradas Formas. Se ordenó extenderlas al resto del reino el 6 de septiembre siguiente. La idea de la guerra religiosa se transmitiría con otros matices a nuestra Historia Contemporánea y no dejaría de pesar gravemente sobre nuestra convivencia.       

                Fuentes.

                Archivo de la Corona de Aragón, Consejo de Aragón, 0820 (016).

                Archivo General de Indias, Audiencia de Guadalajara, 51 (1, 10).

                Archivo Histórico Nacional, Consejo de Castilla, 5523 (expediente 16).

                Víctor Manuel Galán Tendero.