LA DECLINANTE TOLEDO A LA MUERTE DEL GRECO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

21.12.2014 13:26

                

                En 1608 El Greco era contratado para desplegar su extraordinario arte en el Hospital de Tavera, en la Ciudad Imperial de Toledo, la que fuera capital de la monarquía visigoda. Abandonó el cretense el mundo de los vivos en 1614. Toledo no sólo experimentó su pérdida, sino también la de 6.000 de sus vecinos según algunas fuentes desde 1606.

                La próspera metrópoli de unos 60.000 habitantes de 1571 terminó convirtiéndose en la modesta población de 20.000 en 1691, viviendo a la sombra de su glorioso pasado. Parecía encarnar el triste destino de la Castilla de los Austrias Menores.

                A finales del reinado de Felipe II, cuando se impusieron los gravámenes de los millones ante los elevados gastos de la política exterior, la Ciudad Imperial ya comenzó a acusar el golpe. Entre 1606 y 1621 se encendieron todas las alarmas en medio de la efervescencia de los arbitristas. En sus memoriales al rey en busca de solución descolló el jurado y comisario general toledano don Juan Belluga de Moncada.

                Ciertamente el panorama consternaba. Ya no se elaboraban los bonetes que se vendían a toda África, las calles de freneros, armeros y vidrieros desaparecían, los sederos iban perdiendo fuerza, las monjas ya no conseguían provechos con sus labores textiles, y el mercado franco de los martes había dejado de celebrarse, trasladándose a Torrejón de Velasco o Torrijos al abrigo de ciertos señores.

                La crisis productiva de Toledo implicaba la pérdida de muchos vecinos, deshabitándose demasiadas casas y no cultivándose no pocas heredades de los alrededores. Se perdían las rentas de los censos que las gravaban, perjudicando a particulares, conventos y hospitales de caridad. Lo que hoy en día conocemos como clases medias y sistemas de protección social quedaron seriamente tocados.

                Los coetáneos apuntaron varias causas de tan preocupante estado con la clara intención de solucionarla. El establecimiento de la Corte en la villa de Madrid había captado a demasiados caballeros y prebendados eclesiásticos de la Ciudad Imperial. A Madrid se llevaron sus rentas y los beneficios de mercaderes y artesanos, que ya no encontraron tan grata la plaza toledana. Se propuso prohibir el traslado de muchos prohombres toledanos al rey y a la Santa Sede. Tal petición se aprobó, pero con muy escasos resultados.

                También se acusó a Madrid de no acogerse a las ordenanzas sederas, realizando una competencia desleal a los fabricantes toledanos. De todos modos sólo era parte de un problema más grave, el del desplazamiento de la producción de Toledo por la de otros centros europeos. Las puntas y las blondas de Francia y Flandes resultaron letales. Tampoco las prohibiciones resultaron efectivas en este caso ante la fuerza del contrabando.

                Los impuestos quebrantaron a la sazón la economía productiva toledana, como la de muchos puntos de la geografía castellana. En vano se pidió rebajar el tipo de las alcabalas del 10 al 3 por ciento o invocar el precedente de Valladolid, a la que se rebajó su contribución de veinte a doce millones de maravedíes al convertirse fugazmente en Corte. La política tributaria mermó la fuerza de ciudades como la de Toledo ante los cambios de fortuna del siglo XVII, dejándolas a veces reducidas a la condición de localidades levíticas.