LA ARDIENTE JERUSALÉN Y EL PRESIDENTE IMPRUDENTE. Por Antonio Parra García.

08.12.2017 10:37

                

                En el tercer milenio antes de nuestra Era un grupo cananeo escogió como morada una de las colinas de un lugar, de una ciudad, llamada a ser uno de los objetos de pasión y una de las manzanas de la discordia de la Historia, Jerusalén o Yerushalayim, la ciudad de la paz.

                Su pasado, como es bien conocido, ha sido muy azaroso. Se ha sostenido que la ciudad ha sido destruida y reconstruida hasta veinticinco veces en el área del Templo desde Salomón a Solimán el Magnífico. Los hebreos se hicieron con su dominio hacia el 1000 antes de Jesucristo, convirtiéndola en capital de su reino. La controlaron en distintos momentos los egipcios, asirios, babilonios, persas y macedonios. A partir del 63 antes de Nuestra Era los romanos la incorporaron a sus dominios, con unas consecuencias trascendentales para la Historia de las Religiones. Tras disputarse su control los persas y los romanos de Oriente, o bizantinos, los musulmanes la conquistaron en el 638. En el 1099 los guerreros de la I Cruzada la tomaron y fundaron un reino con su nombre. Este dominio perduró hasta el 1187. Distintos poderes islámicos ejercieron su dominio sobre la ciudad, como el imperio turco otomano hasta 1917, momento en el que pasó a la administración británica, que tuvo que encararse con el conflicto entre musulmanes y judíos.

                Jerusalén es muy apreciada, venerada, por judíos, cristianos y musulmanes. Los judíos consideran que allí detuvo Yahvé el brazo de Abraham cuando le ordenó sacrificar a su hijo Isaac. Los vestigios de su emblemático Templo y las tumbas de figuras como las del rey David también se encuentran en Jerusalén, donde se desarrolló la Pasión de Jesucristo y donde Muhammad ascendió al Cielo desde la roca. Con razón, el tratado de Berlín de 1885 consideró intocables los Santos Lugares.

                En el plan de partición de la ONU del 29 de noviembre de 1947 se propugnó un régimen especial para tan trascendente ciudad, con un gobernador no adscrito ni a palestinos ni a israelíes. Sin embargo, Jerusalén sería dividida tras la guerra de 1948-9: los israelíes conseguirían el Este y el Oeste los jordanos.

                El 19 de diciembre de 1949 la ONU propugnó la internacionalización de Jerusalén, pero el parlamento de Israel declaró el 23 de enero de 1950 la capitalidad jerosolimitana de su Estado. En 1967 las fuerzas israelíes toman la Ciudad Vieja árabe y se declara la unificación de Jerusalén. Se ha acusado a la administración israelí de eliminar desde entonces áreas musulmanes como el barrio de Los Marroquíes o las viviendas cercanas al Muro de las Lamentaciones. Se ha impulsado la afluencia de población judía en la ciudad y la incorporación a la misma de localidades palestinas judaizadas. En 1994 los 175.000 vecinos judíos llegaron a superar en número a los 170.000 palestinos en el sector de la Ciudad Vieja, grupo que representaba entonces el 29% de los 580.000 habitantes de Jerusalén. El 19 de junio de 1996 Benjamín Netanyahu declaró el propósito de soberanía exclusiva sobre toda la ciudad.

        

                En las negociaciones secretas de la primavera de 1966, los laboristas israelíes habían aceptado la administración palestina de la explanada de las Mezquitas y la creación de una administración municipal musulmana en el Jerusalén Este, coordinada con la del Oeste bajo predominio israelí. Sin embargo, el tenue entendimiento se hundió. En 1982 el plan árabe de Fez reivindicó un Estado palestino con capital en Jerusalén. La Autoridad Palestina puso su sede en Jerusalén en la Casa de Oriente, cerrada por Ariel Sharon tras su elección en el 2001. Entonces se recrudeció la lucha por la Explanada de las Mezquitas, con el alzado de un polémico muro por medio.

                Durante tiempo, el gobierno de Estados Unidos ha tratado de ser prudente en relación a la ciudad de las tres religiones, a pesar de sus simpatías. Ronald Reagan solo se pronunció en 1982 sobre el carácter indivisible de Jerusalén, sin mayores precisiones, que se confiarían a las negociaciones. Sus sucesores al frente de la presidencia se han mantenido en esta línea a nivel general, a pesar del voto del Congreso de octubre de 1995 a favor del traslado de la embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén. La decisión de Donald Trump de reconocer Jerusalén como capital de Israel ha levantado un verdadero vendaval. En distintos países musulmanes, más allá de los territorios palestinos, el descontento se ha expresado con gran claridad, en concurridas manifestaciones secundadas por gobiernos como el de la estratégica Turquía.

                La maniobra del presidente estadounidense es como mínimo arriesgada, según han apuntado distintos analistas de la política internacional: dificulta más si cabe el enquistado problema del Oriente Próximo, fomenta el fanatismo y echa por la borda algunos acuerdos de difícil logro. La posición estadounidense no parece beneficiarse ni en lo político ni en lo económico con semejante decisión, que no es compartida por la Unión Europea, Rusia o China. La pregunta obvia es por qué se ha tomado.

                En un momento de cierto reflujo del llamado Estado Islámico, contra el que han combatido denodadamente países y grupos musulmanes, el ciertamente estridente Trump adopta una decisión más en clave de política interna estadounidense que externa. Rodeado de influyentes pro-israelíes, el reconocimiento de Jerusalén como capital del Estado de Israel pretende dar la sensación de dureza frente al islamismo, más allá de su cuestionada política inmigratoria, en un momento en que su promesa del Muro Mexicano parece haber quedado en agua de borrajas. Este “abandono” no gusta a muchos de sus votantes, más preocupados por su país que por el resto del mundo, por mucho que se complazca en asimilar con arbitrariedad inmigración con delincuencia en sus comunicaciones habituales. Necesitado de un golpe de efecto, ha maniobrado en contra de la línea propugnada por el grupo demócrata de los Clinton, no siempre complaciente con la actitud israelí, y afanoso en señalar su permisividad con las supuestas intromisiones rusas en la política estadounidense. El enfrentamiento con Corea del Norte le ha permitido acercar posiciones con potencias como China y preservar unas relaciones aceptables con Rusia.

                Es evidente que no le ha preocupado la respuesta de la Unión Europea, ya que al fin y al cabo considera que algunos de sus Estados contribuyen poco a la OTAN. La de los países musulmanes tampoco le ha creado inquietud de partida. En su visión del mundo, Trump considera Estados Unidos una potencia fuerte y autosuficiente que no debe someterse a ninguna legalidad mundial, que puede entenderse de tú a tú con los verdaderos grandes, a modo de una corporación victoriosa que se ha impuesto al resto tras dura competición. Tales visiones no se detienen mucho en la sutileza que ha hecho de Jerusalén la capital de las gentes del Libro.