GUERRA Y REVOLUCIÓN. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

12.08.2020 11:01

                               

                Las abdicaciones de Bayona.

                Carlos IV y su esposa María Luisa protestaron de haber sido arrojados del trono ante Napoleón, que les prestó oídos. Fernando VII también buscó el reconocimiento napoleónico.

                Napoleón citó a todos en Bayona, donde forzó la renuncia de Fernando VII en su padre Carlos IV, que a su vez cedió sus derechos a Napoleón el 7 de mayo de 1808. Recibía la corona de España e Indias, en teoría independiente e íntegra, y nombró a su hermano José su nuevo monarca. Con tal cesión y sus tropas dentro de la Península, su objetivo parecía alcanzado con relativa sencillez.

                El levantamiento español.

                Una cosa era la familia real y otra muy distinta el pueblo español, descontento con la situación política y económica. La aplicación del bloqueo continental contra los productos británicos había sido impopular en varias ciudades y la entrada de las tropas francesas había hecho saltar chispas, en especial en los paseos de Madrid, cuando los soldados franceses requebraban a las mozas en presencia de los jóvenes pretendientes. La marcha del infante Francisco de Paula a Francia desencadenó el levantamiento del 2 de mayo en Madrid, que fue rápidamente aplastado por las tropas napoleónicas dirigidas por Murat. Las autoridades españolas del Antiguo Régimen no secundaron la insurrección, temerosas de una revolución.

                Napoleón se ofrecía como la alternativa entre el Antiguo Régimen y la Revolución, pero al conocerse las abdicaciones de Bayona en España cundió la protesta desde el 22 de mayo. Desde Cartagena se inician una serie de insurrecciones en distintas ciudades, que se dirigen contra el poder napoleónico y las autoridades colaboradoras.

                Se declaraban nulas tales abdicaciones, pues Napoleón no podía disponer bajo coacción de la corona española, por lo que sus derechos pasaban nuevamente al pueblo en ausencia del legítimo titular. La resistencia española consideró a Fernando VII su legítimo rey, el Deseado, que durante la guerra permaneció cómodamente en el castillo francés de Valençay, donde llegó a felicitar a Napoleón por sus victorias frente a los españoles y solicitó convertirse en su hijo adoptivo. Los españoles que murieron por él no lo supieron.

                La aparición revolucionaria de Juntas.

                En las ciudades alzadas se crearon nuevas autoridades, las de las Juntas, en las que los representantes de la nobleza y el clero local tuvieron que compartir el poder con los de los comerciantes, hombres de negocios e incluso gente de extracción más popular. Era un verdadero fenómeno revolucionario, aunque algunos de los integrantes de las Juntas trataran de impedir desde dentro cualquier cambio. A finales de mayo se estableció la Junta de Requena. Las Juntas también se formaron en la América española, que en 1808 declararon su fidelidad a Fernando VII. No obstante, al asumir el poder local dieron los primeros pasos de la independencia o emancipación.

                Las Juntas locales se encargaron de perseguir a los enemigos, de organizar tropas y de proporcionarles suministros, controlando los recursos municipales. Tales Juntas locales colaboraron entre sí, formando a su vez Juntas Provinciales. La de Requena lo hizo con la Provincial de Valencia al no contar Castilla la Nueva con la suya en junio de 1808.  La Junta General de Asturias llegó a aliarse con Gran Bretaña el 15 de junio de 1808.

                La colaboración entre las Juntas no siempre fue sencilla, ya que todas reclamaron hacerse escuchar debidamente. Con todo, se formó en Aranjuez la Junta Suprema Central el 25 de septiembre de 1808, presidida por el veterano conde de Floridablanca, un reformista con experiencia no comprometido con la causa revolucionaria.

                La alternativa napoleónica para España.

                Napoleón, heredero de los ilustrados, creyó que podía regenerar la vieja España y el 6 de julio de 1808 otorgó el Estatuto de Bayona, en el que el rey debía atender la voz de unas Cortes estamentales. Las circunstancias determinaron que apenas se aplicara.

                La figura de José I, el hermano mayor de Napoleón y anterior rey de Nápoles, ha sido recientemente rehabilitada por la historiografía, que ha valorado su esfuerzo por ganarse a los españoles, su carácter humano y talante reformista en la administración. Algunos han lamentado que él no fuera el rey Deseado al modo de Fernando VII. En su tiempo, sin embargo, fue infamado como Pepe Botella, un alcohólico impenitente, cuando el verdadero José era abstemio.

                Su hermano Napoleón tampoco se lo puso fácil. Con frecuencia se comunicó con sus mariscales y generales en España ignorándolo. La decisión de incorporar al imperio francés los territorios al Norte del Ebro en 1810 le amargó profundamente. Su dominio real se redujo a los alrededores de un acosado Madrid, pues a la resistencia de las Juntas se sumó la escasa obediencia de los grandes comandantes napoleónicos. A diferencia del gran ducado de Varsovia, el reino de Italia o el de Holanda, España fue un frustrado Estado satélite de Napoleón.

                Los verdaderos partidarios de José I fueron los españoles afrancesados, considerados en su tiempo unos traidores. Recientemente, su memoria ha sido rehabilitada. Partidarios de la Ilustración, pensaban que España podía evitarse una guerra casi imposible de ganar y una revolución traumática aceptando una nueva dinastía extranjera, como la de los Borbones en realidad. Entre los afrancesados hubo nobles, militares, hombres de leyes e intelectuales, algunos tan famosos como el escritor Fernández de Moratín. Otros afrancesados fueron oportunistas que intentaron mantener sus privilegios y empleos bajo la ocupación.

                Las primeras derrotas napoleónicas.

                Napoleón disponía del primer ejército de Europa, compuesto por franceses, italianos, alemanes y polacos, entre otros. Marchaba a gran velocidad, formando cuerpos de ejército que maniobraban con gran agilidad. Sus soldados estaban bien entrenados para pasar de la columna a la línea y a la inversa. De temperamento combativo e irreverente, tenían el estímulo de ascender por sus acciones en combate. Al vivir del terreno u obtener sus suministros de los paisanos, se convirtieron en terriblemente impopulares entre los campesinos, los odiados gabachos de la propaganda española.

                El ejército español regular tenía oficialmente un buen número de soldados, casi 150.000 hombres, pero adolecía de diversos problemas de organización. La insurrección popular arruinó los proyectos de Napoleón de ir ocupando pacíficamente las grandes ciudades y gran parte de las unidades regulares españolas se pusieron a las órdenes de las Juntas de turno. Fallaba, con tal dispersión, el principal objetivo napoleónico en una guerra, el de destruir rápidamente al enemigo de un golpe.

                Los resistentes plantaron cara con determinación. Los somatenes catalanes vencieron a los napoleónicos en la batalla del Bruch (4 de junio de 1808). Zaragoza, dirigida por el capitán general Palafox, aguantó un primer asedio francés entre mediados de junio y agosto. Pronto se convirtió en un símbolo de la causa española. La victoria española en Bailén, el 19 de julio, en la que los garrochistas (los lanceros de Jerez) derrotaron en aquel tórrido día a los napoleónicos, tuvo gran resonancia en Europa. Se dice que Napoleón montó en cólera al conocer la noticia, rompiendo una pesada mesa de una patada.

                Gran Bretaña decidió enviar entonces una fuerza expedicionaria de 30.000 soldados, anteriormente destinada a atacar Veracruz, al mando del general Moore. Desembarcaron en Portugal con la intención de ayudar a la causa española. Allí lograron la rendición de las fuerzas francesas.

                Napoleón en España.

                José I tuvo que abandonar Madrid, a la par que las fuerzas napoleónicas se replegaban hacia el Norte del Ebro.

                En vista de la situación, el mismo Napoleón tomó directamente el mando de las operaciones militares en España. En noviembre de 1808 entró desde Bayona al frente de la Grande Armée, un veterano ejército de 250.000 hombres en el que figuraban unidades tan selectas como la guardia imperial.

                Las fuerzas españolas se desplegaron torpemente en línea a lo largo del Ebro, a modo de un abanico abierto, creyendo contar así con una buena defensa, lo que permitió a Napoleón aplicar la concentración de fuerzas en un punto. Rompió y desbordó, con facilidad, las defensas españolas. A continuación, se dirigió hacia Madrid, que conquistó tras la batalla de Somosierra del 30 de noviembre de 1808, en la que los lanceros polacos de Napoleón tomaron aquel nevado puerto de montaña.

                Napoleón culpaba a los sacerdotes de la rebelión, al presentarlo como un Anticristo en sus predicaciones, y el 4 de diciembre de 1808, ya rendido Madrid, abolió la Inquisición y los derechos feudales. Son los llamados Decretos de Chamartín, en los que Napoleón aparece como un verdadero heredero de la Revolución francesa, mucho más que con el Estatuto de Bayona. Entre los españoles las medidas causaron un gran revuelo, a veces favorable por mucho que se odiara la ocupación extranjera.

                Decidido a acabar con el problema español, Napoleón se propuso aniquilar a los británicos y Moore se retiró hacia La Coruña, donde murió el 16 de enero de 1809 cuando sus soldados se embarcaban, protegidos por la milicia de los universitarios de la ciudad. Antes, el 6 de enero, Napoleón había tenido que marchar rápidamente de España ante la declaración de guerra de Austria, amenazando su imperio en la Europa central.   

                Los avances napoleónicos.

                Los napoleónicos prosiguieron su avance. El ejército regular español encajó derrotas como la de Ocaña (19 de noviembre de 1809) y los franceses lograron conquistar Zaragoza y Gerona tras duros asedios.

                En 1810 se adentraron los napoleónicos en Andalucía, donde la comercial Cádiz mantuvo la resistencia, bajo la atenta mirada de la armada británica. La conmoción fue tal que las guerras de independencia de Hispanoamérica se iniciaron entonces, al considerarse que la metrópoli estaba perdida a manos francesas.

                En 1811, las tropas francesas se afianzaron en Cataluña y conquistaron gran parte del territorio valenciano, excepto Alicante. Requena cayó en manos napoleónicas en enero de 1812. La guerra parecía perdida para la independencia española.

                El desgaste napoleónico.

                Lo cierto es que los napoleónicos solo controlaban importantes ciudades y las principales comunicaciones de la Península, que distaba de ser pacificada.

                Las fuerzas británicas continuaban posicionadas en Portugal. El que sería el duque de Wellington, que vencería en Waterloo a Napoleón en 1815, las dirigía con gran cautela. Desde sus fortificaciones de Torres Vedras, cercanas a Lisboa, emprendería campañas hacia el centro peninsular con la ayuda de portugueses y españoles.

                Los movimientos napoleónicos se veían entorpecidos por las acciones de los grupos guerrilleros, que hicieron la vida insoportable a los soldados de Napoleón, impidiéndoles descansar y abastecerse, atacándoles de repente y matando a los rezagados con crueldad. Muchos guerrilleros combatieron con la ventaja de no observar la etiqueta militar tradicional e ir montados a caballo, a diferencia de bastantes soldados del ejército regular. Las guerrillas se formaron por la oposición popular a Napoleón y la disolución de numerosas unidades regulares, destacando figuras como Juan Martín Díez “El Empecinado” o Francisco Espoz y Mina, que comandó la llamada División de Navarra.

                Los napoleónicos tacharon a los guerrilleros de simples bandidos, que atacaban la propiedad particular, y la causa española los enalteció como héroes. Recientemente, con las experiencias de guerras como las de Vietnam, se les ha reconocido su enorme valor militar en el desgaste de las fuerzas de Napoleón, que llegó a asignar cerca de 500.000 soldados, según ciertos cálculos, para acabar con la “úlcera española”.

                Las guerrillas en lo militar y en lo político las juntas han sido contempladas como los elementos más característicos de la revolución liberal en España, reapareciendo en numerosas ocasiones críticas a lo largo del siglo XIX.

                Los problemas de la Junta Central y su disolución.

                Las derrotas militares forzaron a la Junta Central a trasladarse a Sevilla, donde Lorenzo Calvo de Rozas propuso convocar Cortes constituyentes el 15 de abril de 1809, con la intención de reformar el país, tarea esencial además de oponerse al imperio napoleónico.

                Se creó una comisión preparatoria, en la que tomó parte el gran ilustrado Jovellanos, y se hizo una consulta al país, en la que se pidió la opinión de las juntas, municipios, obispos, figuras destacadas, etc. El parecer mayoritario era contrario a las Juntas Provinciales y partidario de conceder la decisión a una minoría ilustrada.

                El abandono de Sevilla por la Junta Central ante los napoleónicos, buscando el refugio de Cádiz, fue visto como una traición por la Junta de Sevilla, que propuso a las demás nombrar una Regencia que la sustituyera. El 29 de enero de 1810 se disolvió la Junta Central y sus miembros fueron acusados de robo y traición.

                La Regencia estuvo formada por el obispo de Orense y el vencedor de Bailén, el general Castaños, entre otros. Redujo la autoridad de las Juntas Provinciales y convocó sin prisas unas Cortes, que al principio se concibieron como estamentales, al modo de las del Antiguo Régimen.

                El liberalismo de Cádiz.

                Las Cortes pudieron reunirse el 24 de septiembre de 1810, nombrándose suplentes para las tierras americanas y las ocupadas por los napoleónicos, y se dieron el título de Majestad, el que correspondía al poder supremo. El obispo Orense presentó su dimisión y las Cortes no se reunieron por estamentos, sino en una única cámara, al modo de la Asamblea Nacional francesa.

                Su obra fue ingente y supuso el desmantelamiento legal del Antiguo Régimen. El 6 de agosto de 1811 se abolieron los señoríos jurisdiccionales y la Inquisición en territorio “patriota” el 28 de febrero de 1813.

                Su obra más destacada fue la Constitución promulgada el 19 de marzo de 1812, la popular Pepa, que reconocía la soberanía nacional y la división de poderes, al modo de las Constituciones de Estados Unidos de 1787 y de Francia de 1791. El poder legislativo correspondía a una sola cámara (las Cortes), elegida por sufragio universal indirecto entre todos los varones mayores de veinticinco años. El rey ejercía el poder ejecutivo, con sus secretarios o ministros, y podía vetar por cierto tiempo las leyes hechas en Cortes. Los tribunales se encargaban del poder judicial. Los ciudadanos se declaraban libres e iguales, con el derecho de proteger la libertad participando en la Milicia Nacional.

                A los partidarios de estas reformas se les llamó liberales, sinónimo de generosos en su tiempo, expresión que se difundió por otros idiomas para llamar a los seguidores de tal tendencia política. La palabra guerrilla también tuvo gran éxito fuera de España, ejemplo de la relevancia alcanzada por los hechos revolucionarios españoles. Sin embargo, el ambiente favorable a los cambios de la ciudad de Cádiz no era compartido en otros lugares ni por otras personas, los llamados serviles o partidarios del Antiguo Régimen.

                El final de la guerra.

                Los agentes españoles aguardaban desde 1811 la guerra entre Napoleón y Rusia, que finalmente estallaría en 1812. La derrota napoleónica en Rusia fue seguida de la formación de una poderosa coalición (en la que tomaron parte también Austria, Prusia y Suecia), que venció al emperador en Leipzig, la batalla de las Naciones, en 1813.

                El frente español, mientras tanto, no permaneció inactivo. El 22 de julio de 1812 las fuerzas aliadas mandadas por Wellington derrotaron a los napoleónicos en los salmantinos Los Arapiles. José I se retiró de Madrid y los británicos no dudaron en destruir en sus alrededores fábricas españolas, so pretexto de acabar con franceses emboscados. Por esta y otras razones se ha visto la guerra de la Independencia como un enfrentamiento franco-británico por la hegemonía peninsular, desplazando a España como poder mundial.

                La derrota de Wellington ante Burgos no impidió que los aliados ganaran la batalla de San Marcial el 31 de agosto de 1813, en los alrededores de Irún. Francia podía ser invadida desde España.

                Napoleón, en situación muy apurada, conocía las divisiones entre liberales y serviles en las filas españolas, que hacían presagiar un enfrentamiento, por lo que reconoció como rey de España a Fernando VII por el tratado de Valençay (8 de diciembre de 1813). El rey Deseado fue finalmente liberado y en marzo de 1814 llegó a una España exhausta, con una nueva Constitución hecha en su nombre que debía acatar.

                Para saber más.

                Miguel Artola, Los afrancesados, Madrid, 2008.

                -, Los orígenes de la España Contemporánea, 2 volúmenes, Madrid, 2000.

                Josep Fontana, La crisis del Antiguo Régimen, Barcelona, 1992.

                Antoni Moliner, La guerrilla en la Guerra de la Independencia, Madrid, 2004.