EL SAQUEO DE ROMA (1527). Por Gian Franco Bertoldi.

03.11.2015 10:01

                Carlos V no tuvo siempre unas relaciones cordiales con la Santa Sede, pese a mostrarse contrario al luteranismo. Como emperador nunca se mostró dispuesto a someterse a la supremacía papal y como gran señor italiano colisionó con los Estados de la Iglesia, el Patrimonio de San Pedro que seccionaba por la mitad la península de los Apeninos.

                Tales aristas se hacían más cortantes con pontífices contrarios a la causa imperial, como el florentino Clemente VII, que promovió la formación de la liga y confederación de Cognac o clementina con el rey de Francia, el de Inglaterra, el duque de Milán y otros potentados italianos. El 22 de mayo de 1526 se conformó.

                El triunfo de las fuerzas imperiales en Pavía y el apresamiento del rey de Francia habían causado una gran alarma en Europa Occidental. Carlos V podía alzarse con un dominio digno de Carlomagno. Al ser liberado bajo promesa, Francisco I de Francia se sumó con gusto a la agitación.

                Las tropas de Carlos V se movieron lo mejor que pudieron en Italia. Dirigidas por el condestable Carlos de Borbón, convertido en mortal enemigo de Francisco I, se encaminaron hacia la Ciudad Eterno, sobre la que se cernieron el 4 de mayo de 1527.

                

                Componían el ejército de Carlos soldados mercenarios procedentes de varias naciones: españoles, italianos y alemanes, no pocos de ellos luteranos aborrecedores de la cautividad babilónica de la Iglesia. Sus costumbres no pasaban por dar cuartel.

                En un principio se pensó que Florencia sería su objetivo. Sin embargo, los romanos se los encontraron ante ellos. Sus fuerzas de caballería irrumpieron desde la Ciudad Eterna para escaramuzarlos. Apresaron los romanos a ocho jinetes y el regocijo fue general en la urbe.

                Los imperiales en su avance no trajeron su tren de artillería. Las murallas no podían ser batidas con la contundencia de sus tiros: el asalto se impuso. El 6 de mayo por la mañana los españoles pusieron sus escalas entre Belveder y la puerta de San Pancracio, el más vigoroso tramo de las murallas romanas. Irrumpieron en el burgo mientras el Papa se acogía a su castillo de Sant´Angelo. Por poco hubiera sido hecho preso.

                Los españoles emprendieron una verdadera matanza en el desdichado burgo, que según ciertos informes alcanzaron las 6.000 personas. Parecía un milagro que tal crueldad no les costara más vidas que las de unos cien soldados, al sentir de algunos autores coetáneos.

                El condestable Carlos de Borbón procuró negociar con el Papa para evitar lo peor, el saqueo de la Ciudad Eterna. Le envió un trompeta para emprender negociaciones, pero fue despedido desabridamente por el capitán general de Roma Renzo de Cheri Ursino, lo que enojó enormemente al de Borbón.

                Para animar con más furia al saqueo se puso en vanguardia y un tiro de arcabuz acabó con su vida. No se sabe si el saqueo hubiera sido menor conservando la vida. El príncipe de Orange y otros capitanes imperiales intentaron negociar para impedir lo peor. El Papa y el capitán general abortaron las pretensiones del pueblo de emprender conversaciones con los feroces asaltantes.

                Españoles, alemanes e italianos se engolfaron en el saqueo. Se impuso un tributo a los habitantes de Roma. Una vez satisfecho con largueza, se asistió a la vejación de muchos cardenales por las calles. No pocos lansquenetes alemanes acreditaron su luteranismo y no menos españoles hicieron gala de su furia. Se hicieron frecuentes los tormentos.

                Los alaridos de los inocentes y la podredumbre de los caballos muertos impregnaron la atmósfera romana. El Papa logró escapar a lo peor gracias a su guardia suiza y a la reciedumbre de su castillo, pero San Pedro padeció el rigor del saqueo.

                Cuando Carlos V recibió las primeras noticias del saqueo de Roma se enojó. Al menos aparentemente. Lo cierto era que sus tropas habían dado un notable golpe de fuerza, encajado por la pecaminosa y bulliciosa ciudad de los censurados Papas.