EL SAQUEO DE CÁDIZ ALERTA AL MEDITERRÁNEO ESPAÑOL. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

18.09.2014 20:40

                

                La España de Felipe II y la Inglaterra de Isabel I todavía no habían firmado la paz a comienzos del verano de 1596. Tras el fracaso de la Invencible y la derrota inglesa ante La Coruña, la guerra proseguía con todas las de la ley.

                Cádiz todavía no era la sede de la organización mercantil de los españoles en el Atlántico, un honor que correspondía a Sevilla, pero ya era un punto vital para sus grandes rutas. Hacia allí se dirigió la armada comandada por el conde de Essex dispuesta a todo. Su fuerza no era precisamente magra. De ciento ochenta y cinco naves sobresalían noventa por sus mayores dimensiones. Algunos autores cifran su contingente en unos 30.000 hombres, de los que 13.000 eran gentes de mar ligadas a los Países Bajos contrarios a Felipe II. Los ingleses hicieron subir 8.000 soldados profesionales procedentes de su reino, de los que 2.000 ya habían acreditado su veteranía en distintos frentes, bien auxiliados por mil veteranos más flamencos. El reino de Inglaterra aunaba fuerzas con las Provincias Unidas. La Francia de Enrique IV las apoyaba a su vez.

                El 30 de junio se presentó tal fuerza ante una Cádiz muy poco aprestada para el combate. Su muralla resultaba baja para contener a los atacantes, pero lo peor no fue el estado de las defensas, sino el desconcierto y la mala actuación general de sus defensores. La confusión se apoderó de la población. Muchos trataron de salvar sus bienes antes que plantar cara a los de Essex. El corregidor no dio ejemplo precisamente, y los nervios lo dominaron en todo momento. Los caballeros de Jerez no hicieron honor a su fama como veloces guerreros, pues los días de la frontera granadina ya quedaban muy lejos en el tiempo. Los invasores irrumpieron en la plaza, y algunos de sus defensores no le hicieron ascos a sumarse al saqueo.

                                                        

 

                De tan desalentador panorama sólo se salvaron los vizcaínos que protegían el baluarte de San Felipe, bien secundados por los molestos mosquitos de la costa. El 24 de julio la armada de Essex levaba anclas, y varias monjas decidieron abandonar definitivamente sus conventos para seguir a sus amantes ingleses y flamencos. En La española inglesa el bueno de Cervantes quiso poner un toque de dignidad al referir la marcha de las féminas, algunas no precisamente obligadas.

                Las alarmas saltaron en el imperio español, y se temió que la armada enemiga prosiguiera su feroz camino hacia aguas mediterráneas. El caballero alicantino Juan Fernández de Mesa, de la orden de Montesa, había estado a bordo de uno de los galeones surtos en Cádiz, e informó a sus paisanos del peligro. La mercantil Alicante podía sufrir el destino gaditano, y sus defensores se pusieron manos a la obra. Se nombró capitán de la plaza al general de la carrera de Indias don Francisco Coloma. Su gobernador y su baile o administrador real trabajaron duro. Se gastaron tres mil ducados en municiones, se llenaron los aljibes del castillo del Benacantil con suficiente agua, y se artilló la ciudad con piezas procedentes de las naves. El asalto y saqueo de Cádiz había sido precedido de un fuerte bombardeo que se tenía que evitar a toda costa manteniendo a distancia a las naves enemigas.

                En todo momento se creyó que los anglo-flamencos encontrarían el auxilio de los corsarios otomanos de Argel, la pesadilla de los reinos españoles del Mediterráneo. El estado de las milicias concejiles y de los caballeros de socorro distaba de ser el óptimo. Las cosas, sin embargo, no pasaron de ahí, demostrando como el imperio de Felipe II no era precisamente invulnerable al miedo.