EL MOTÍN DE LOS VALONES DE ZARAGOZA (1643). Por Víctor Manuel Galán Tendero.

29.10.2017 10:07

                

                En el año 1643 la Monarquía hispánica se encontraba en una situación notablemente difícil, pues al enfrentamiento con Francia en el curso de la guerra de los Treinta Años se sumó la insurrección de Cataluña y Portugal. Sus recursos militares, tanto en hombres como en dinero, se vieron en consecuencia más comprometidos si cabe, en unos tiempos económicos adversos.

                Tal situación se dejó sentir pesadamente en muchos puntos de España, más allá de las áreas directamente afectadas por el conflicto. En Zaragoza, el paso y estancia de las tropas reales que iban a combatir a Cataluña dieron motivos de pesar en aquel año.

                Los ejércitos de la época se componían mayoritariamente de tropas mercenarias reclutadas en distintas regiones, a veces por métodos ciertamente drásticos. Los capitanes de las compañías que alzaban bandera de recluta conseguían a sus soldados con una combinación de prestigio y temor. La cooperación de las autoridades locales era variable, ya que en muchas ocasiones no se mostraron dispuestas a perder a los mozos más trabajadores y vigorosos. Consciente de la dificultad, la autoridad real no tuvo más remedio que ir pidiéndoles una cuota de soldados por un número de hogares o vecinos determinado, que más tarde se redimiría por un pago en dinero con el que reclutar soldados mercenarios.

                Semejantes círculos viciosos no dispensaron los mejores reclutas, sino hombres que a veces desertaban de sus obligaciones. La vida de los soldados, por otra parte, era dura, demasiado marcada por la escasez y el peligro de enfermedades. Cuando los soldados reclutados en un territorio se desplazaban a otro de costumbres, lengua y leyes distintas, su avituallamiento y alojamiento corría a cargo de los sufridos lugareños, cuando todavía no se habían generalizado los cuarteles ni de lejos.

                Soldados de costumbres rudas y desconfiado paisanaje chocaban con frecuencia, por razones que pueden antojarse baladíes. En Zaragoza los soldados valones, de los Países Bajos españoles, lucharon contra sus vecinos en 1643. Acusados de impiedad y de desconsideración, los zaragozanos estallaron en cólera, hasta tal extremo que llegaron a caer en las calles personas que por su atuendo semejaban valonas.

                Las tropas tuvieron que acogerse al sagrado de los edificios religiosos, incluso al del palacio de la Aljafería, sede del tribunal del Santo Oficio. Sin embargo, los soldados refugiados en el convento franciscano de Jesús no evitaron lo peor. El anciano arzobispo Pedro Apaolaza tuvo que aparecer para poner paz en las calles ante semejante conmoción.

                Poco a poco, las aguas volvieron a su cauce. El 16 de agosto de 1643 el municipio zaragozano presentó al Consejo de Aragón sus peticiones para dirimir las diferencias entre los eclesiásticos de la Catedral y los del Pilar, para que los canónigos del Pilar fueran naturales de la ciudad, sobre las bolsas de insaculados de candidatos al gobierno municipal, acerca de la pensión de los catedráticos, la confirmación de los reglamentos de oficios y privilegios ciudadanos, la composición de daños por el último desbordamiento del Ebro o la merced de nombrar el rey un arzobispo del gusto de sus dirigentes. Los alborotos de los valones no pasaron a mayores porque los amotinados no contaron con el asentimiento de la aristocracia local, más interesada por entonces en proseguir sus buenas relaciones con el rey.