EL IMPERIO DEL SOL NACIENTE FRENTE AL QUE NO SE PONÍA EL SOL. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

22.08.2020 11:13

 

                Baltasar Gracián sostuvo que “los japones son los españoles de Asia”. Más recientemente, la historiografía ha comparado el feudalismo europeo y el japonés, apuntando sus semejanzas y diferencias.

                En 1549, seis años después de la arribada al archipiélago de los portugueses, Francisco Javier desembarcó en la nipona Kagoshima junto a dos compañeros jesuitas. Destacó tanto el poco aprecio japonés hacia los extranjeros como su vivo interés por las armas. Tipos marciales y corteses, llegaron a recordar los samuráis a los hidalgos.

                Tras los graves problemas del siglo XV, el autoritarismo real se había ido imponiendo en diversa medida en los reinos españoles de tiempos de Francisco Javier, cuando el imperio japonés era un sistema carcomido por dentro. Regido en teoría por emperadores que decían ser descendientes de la diosa del sol, rodeados de un ceremonial notable en Kioto, lo cierto es que carecían de los fondos necesarios desde hacía tiempo y algún que otro titular tuvo que vender sus autógrafos para ir tirando.

                Su comandante militar, el shogun, disponía también sobre el papel de una enorme preeminencia y durante mucho tiempo tan distinguida función fue hereditaria, recayendo en la familia Ashikaga desde el siglo XIV. A raíz de la guerra Onin de 1467-77, los estados en liza de los daimios se disputaron el control de un Japón golpeado por la violencia.

                Los grandes linajes de los daimios contaron con enormes recursos en tierras y personas, pero también con grandes reservas de ingenio. Alzaron castillos cada vez más sofisticados y alinearon numerosas fuerzas de infantería, provistas de armas de fuego perfeccionadas por los mismos japoneses. La caballería samurái y sus armaduras se adaptaron a los cambios, enriqueciendo el arte de la guerra. Se desplegaron complejas formaciones en el campo de batalla, que combinaban las armas blancas y de fuego, la caballería y la infantería, como la del ala de grulla o la rodante, ejecutadas con gran disciplina en reñidas batallas.

                La España del XVI se puso a la delantera de la revolución militar, con sus formaciones de infantería de los tercios y el alzado de fortificaciones abaluartadas. Algunos de sus comandantes lograron gran fama. Sin embargo, tal despliegue de fuerzas se encontraba sujeto a la autoridad suprema del rey y no a distintos señores. Algunos españoles del reinado de Felipe II concibieron que aquellas dispersas y contundentes tropas niponas podían ponerse a su servicio en la conquista de China, al modo de las compañías militares de los ejércitos reales en Europa.

                El tradicionalismo político de los aspirantes al poder en Japón puede asemejarse al de la gran nobleza castellana del siglo XV. No se pretendió impugnar ni la figura del emperador ni la del shogun en Japón, así como tampoco la del rey en Castilla, sino aprovecharse en beneficio propio del complejo entramado político. Los combates, por ello, fueron tan intensos en el Japón del XVI como en la Castilla del anterior siglo.

                El daimio Imagawa intentó dominar Kioto, pero fue vencido por Oda Nobunaga, uno de cuyos capitanes era Hideyoshi, de origen plebeyo. Alcanzó aquél un acuerdo con Tokugawa Ieyasu y emprendió feroces campañas para asentar su autoridad contra los gremios de comerciantes, monasterios budistas y otros. Arrasó la comunidad budista del monte Hiei, destruyendo hasta 3.000 de sus edificios y matando a 20.000 monjes y acólitos. El budismo ya no contó a partir de entonces como poder político en Japón. La independencia de la Iglesia en Castilla era menor, pero al final también tuvo que doblegarse ante el autoritarismo regio.  

                La crueldad de Nobunaga se hizo legendaria, digna de Pedro I. En 1568 irrumpió en Kioto y de allí expulsó al último shogun Ashikaga en 1573. Dominaba la tercera parte de Japón y pensaba poner el centro de su autoridad en el castillo a orillas del lago Biwa, pero en 1582 murió asesinado. Su comandante Hideyoshi le sucedió, acreditando su gran capacidad militar. En 1586 logró el puesto de primer ministro, en 1587 venció a la familia Shimazu y en 1588 obligó a los campesinos a entregar sus armas (la caza de la espada) tras una rebelión. Con su metal se hizo una gran estatua a Buda. En la España de los Austrias mayores no se llevó a cabo una operación de tal magnitud, pero el desarme de los moriscos puso a prueba la capacidad de actuación de la monarquía.

                Mientras en Japón tenían lugar tales movimientos de afirmación de una autoridad central, Felipe II se convirtió en 1580 en rey de Portugal y sus extendidos dominios, llegando a disponer de un imperio en el que no se ponía el sol. Desde 1565, los españoles se habían asentado en las estratégicas Filipinas, tomando parte en el comercio del Extremo Oriente, intercambiando metales preciosos americanos por sedas y otros productos cotizados. Los japoneses también participaron en tales movimientos mercantiles.

                Una de las bazas de Felipe II era el crecimiento de la comunidad cristiana en Japón, que pasó de 30.000 a 150.000 personas entre 1571 y 1580, gracias a la inestimable ayuda de algunos daimios. Habían prestado oídos a los consejos de los astutos jesuitas, considerados por Nobunaga como valiosos aliados contra los bonzos budistas. Recalcaron los padres de la Compañía de Jesús la fuerza de los ejércitos españoles, cuyos verdaderos enemigos eran los musulmanes, y animaron la representación pictórica de la Virgen, de guerreros ecuestres y de batallas, muy del gusto nipón. En 1577 se deliberó acerca de la conversión de los indios de Japón. La embajada Tensho, que visitó al Papa en 1585, abría grandes perspectivas, pero por entonces el clima favorable al catolicismo en Japón iba disipándose a marchas forzadas.

                El nuevo hombre fuerte nipón, Hideyoshi, demostró ser tan cauteloso como controlador. Ordenó en 1585 el empadronamiento catastral y un censo en 1590. Hizo hincapié en el dominio de los feudos de los grandes linajes guerreros, capaces de disputarle el poder. En 1587 ordenó la expulsión de sus dominios de los jesuitas, que desde 1593-96 tuvieron que hacer frente a la rivalidad de los franciscanos.

                Los misioneros podían auxiliar a sus rivales y Hideyoshi pretendió unir fuerzas alrededor suyo emprendiendo una ambiciosa acción exterior, con puntos en común con la los reyes europeos. Se propuso la conquista de Corea, a las puertas de la China imperial. En 1592 la atacó por vez primera, pero los chinos auxiliaron a los coreanos eficazmente. La segunda fue en 1597, sin imponerse su armada, y al año siguiente murió el fracasado conquistador.

                Desde la Manila española, se estimaron en 100.000 los soldados japoneses que tomaron parte en la guerra de Corea. Se temió que al retornar sin éxito, podían redirigirse contra Filipinas, con fama de ricas por los metales preciosos indianos. Los corsarios serían su avanzadilla, como si el amenazante Japón fuera una Inglaterra del Extremo Oriente en los belicosos años finales del reinado de Felipe II.

                Lo cierto era que desde Japón también se temía al poder español por entonces. Pedro González de Carvajal había dado razón de su viaje en 1594 y en 1597 los japoneses creyeron que los españoles desembarcarían como conquistadores, tras ser apresado un marinero del galeón San Felipe. Veintiséis cristianos fueron ejecutados en Nagasaki, hablándose de los primeros mártires cristianos del Japón, algunos franciscanos.

                A finales del siglo XVI no entró en guerra el imperio en el que no se ponía el sol con el del sol naciente. En Japón se terminó afirmando un poder fuerte y aislacionista, alejado de complicaciones exteriores. Las fuerzas de la familia de Hideyoshi fueron derrotadas en la batalla de Sekigahara (1600) por las de Tokugawa, que en 1613 se proclamó shogun y en 1615 terminó de aniquilar a sus enemigos. Murió al año siguiente, dejando bien asentado el poder en su familia. El catolicismo sería duramente perseguido y aniquilado a lo largo del siglo XVII y los únicos extranjeros tolerados con enormes reservas fueron los comerciantes holandeses, a la par que españoles y portugueses terminaron claramente relegados.

                La España imperial no pasó por buenos momentos, precisamente, en el XVII. Ya en 1599 las autoridades españolas de Filipinas se quejaron de su vulnerabilidad por su alejamiento de la Nueva España y de la misma Castilla, acechados por los enemigos de China, Siam, Camboya y Japón. De los nipones, al igual que de los chinos, se temía su inteligencia con los naturales del archipiélago. La falta de soldados y colonos españoles era dramática, pues muchos retornaban a sus lugares de origen tras hacer cierta fortuna. Los ataques holandeses y la posterior separación de Portugal mermarían más sus fuerzas, alejándolos de los tiempos expansivos de Felipe II.

               Fuentes y bibliografía.

                ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.

               Filipinas 18B, R. 2, N. 7; 18B, R. 2, n. 12; 18B, R. 2, n. 24; y 79, N.12.

                Juan Gil Fernández, Hidalgos y samuráis. España y Japón en los siglos XVI y XVII, Madrid, 1991.

                John Whitney Hall, El Imperio japonés, Madrid, 1970.  

                Mikiso Hane, Breve historia de Japón, Madrid, 2003.