EL CASTIGO DE LA DISIDENCIA EN LA CHINA MANCHÚ. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

07.10.2014 15:53

                Los manchúes habían impuesto su dominio sobre China a mediados del siglo XVII, consolidando firmemente la autoridad imperial. Tras los desórdenes anteriores, estos conquistadores procedentes del Asia Central restablecieron la paz pública, pero los chinos no dejaron de considerarlos unos extranjeros de cultura muy inferior.

                En 1730 se destapó la conspiración promovida por un funcionario de Hunan de orígenes humildes, Zeng Jing. Era un ávido lector del pensador y polemista Lü Liuliang, fallecido en 1683, que sostenía la incapacidad de los bárbaros manchúes para regir a los refinados chinos.

                No contento con ello, el inquieto funcionario trasladó una copia de la obra de su idolatrado Lü al mismísimo gobernador de Hunan Yue Fei, descendiente de un campeón chino, con la pretensión de ganarlo a su causa. El gobernador, sin embargo, lejos de sumarse a la conspiración lo denunció al poderoso emperador Yongzheng.

                De edad ya madura, el emperador procedió de forma poco convencional. No acusó al funcionario del gravísimo delito de rebelión, sino al intelectual inductor, cuyo cadáver fue desenterrado y profanado, su hijo ejecutado y esclavizados sus nietos. En nombre de las enseñanzas de Confucio favorables a la hermandad universal bajo las benéficas costumbres chinas, refutó sus argumentos. Zeng Jing, considerado una víctima de sus difíciles orígenes, conservó su rango funcionarial, pero fue obligado a retractarse públicamente. Su declaración sería publicada junto con la refutación de Lü a cargo de dos eruditos cortesanos.

                Tan salomónica sentencia no contó con la aquiescencia del príncipe Hongli, que al subir al trono imperial en 1735 se apresuró a revocarla. La obra de retractación y erudición patrocinada por su padre fue impugnada, destruyéndose todas las copias, pues la consideraba excesivamente obsequiosa con los chinos e injusta con los manchúes, demasiado pendientes a su entender de rendir pleitesía al gran Confucio.

                Peor suerte corrió el funcionario Zeng Jing, que vivía en Hunan en un clima triunfalista y con un halo prestigioso. Ni corto ni perezoso el emperador ordenó que lo cortaran en finos filetes (lingchi) para castigar con gran rigor a los espíritus de sus antepasados, atormentados al ser privados del cuerpo mortal que le proporcionaron a su infortunado descendiente.

                Ni el emperador Yongzheng ni Hongli pecaron precisamente de carencia de originalidad, haciendo honor a la fama terrorífica de las torturas chinas.