ALARCOS. EL REINO DE LOS CIELOS. Por Pedro Montoya García.

18.06.2017 13:10

 

 

    Como dos canes sujetos por lazos a los que les impiden abalanzarse uno sobre el otro para matarse a mordiscos, se encontraban Castilla y el imperio almohade. Quedarían sueltos sus cuellos en Alarcos en el 1195, para que con sus colmillos se masacraran sin piedad.  

    Como precedente a esta batalla,  un acontecimiento histórico de magnitud, crucial en la historia del Medievo, pocos años atrás Saladino tomó Jerusalén. Si recordamos el final de la película El reino de los cielos, del genial director Ridley Scott,  Balian,  el valeroso defensor cristiano,  pregunta al sultán de Egipto y Siria:

— ¿Cuánto vale Jerusalén?

—Nada—responde con firmeza y seguridad.

    Saladino, camina unos pasos para darse la vuelta y con clarividencia afirmar:

— ¡Todo! 

    Desde el punto de vista militar,  la toma de Jerusalén quizá no fuera de gran importancia: todo el sacrificio, en especial el humano, no rendía su beneficio estratégico; pero, enclavados en aquella época, desde el punto de vista religioso, sentimental, místico, etc., Jerusalén no es que valiera mucho: valía todo.  

    Tanto era su valor que tres grandes reyes europeos, el de Inglaterra Ricardo Corazón de León, el de Francia, Felipe II Augusto y el del Sacro Imperio Germánico,  Federico I acudieron a la llamada del cielo en forma de la tercera cruzada.  ¿Y qué pasaba con el otro gran rey Cristiano, Alfonso VIII? Castilla no podía ser menos, acudiría a su propia cruzada pero sin necesidad de un viaje tan largo, nada más que cruzar el tajo.

    Alfonso VIII acuerda un pacto con León, ya había luchado bastante contra su tío Fernando II  y su primo Alfonso IX; se pasa por el arco el acuerdo de paz firmado con los almohades, y se lanza junto al arzobispo de Toledo, López de Pisuerga, que gustaba tanto más de cabalgadas  que de confesiones, para machacar y saquear las tierras de los infieles. A la par de saña y gusto tomaron a las incursiones que llegaron asediar Sevilla, colocando en jaque la presencia musulmana en la península.

    Era demasiado, el califa Abu Yusuf enseñó los colmillos y en cuanto la intendencia lo permitiera, soltaría el lazo para lanzarse al cuello de los cristianos: llamó a la guerra santa. Acudirían aparte de las tropas regulares, lo que hoy llamaríamos profesionales, compuestas de árabes, zanatas… conjuntos muy diversos: bereberes de diferentes tribus, andalusíes, almohades del norte africano, arqueros kurdos, esclavos negros traídos del sur del Sahara… En definitiva: la yihad.

    Además, para esta guerra santa, sin hacer ascos a los adoradores de la cruz, se acompañaría de cristianos y de la familia de los Castro, enemigos acérrimos y ancestrales de la familia Lara a quienes lucharían junto a los castellanos.

  Bien conocido es el resultado de Alarcos: una derrota sin paliativos. De toda la narrativa que he leído sobre la batalla, continúo sin acertar a entender ciertas cuestiones:

·         ¿Por qué Alfonso VII no esperó a los refuerzos de León, Navarra y de tropas castellanas pendientes de acudir?

·         ¿Por qué formaron en orden de combate durante todo un día en plena canícula estival en Ciudad Real, para retirarse fatigados al no querer combate los almohades?

·         ¿Al día siguiente, durante la batalla cómo se produjo tanto desorden y precipitación por parte de las tropas cristianas para ser masacrados?

    Las respuestas que he leído a diferentes historiadores se resumirían:

·         Soberbia del rey, creedor de la superioridad de la caballería castellana.

·         Necesidad moral de impedir que las tropas enemigas pisaran tierras castellanas. A cualquier coste.

·         Error de cálculo respecto ante la magnitud y capacidad del ejército ensamblado por el califa.

·         Arqueros a caballo kurdos de gran precisión y agilidad de tiro.

    Al frente de las tropas cristianas se encontraban dos generales de gran experiencia militar, el mismo Alfonso VIII como Diego López de Haro. Aparte, les acompañaban hombres de frontera, los monjes calatravos. Por ejemplo, años atrás en Huete (Cuenca), Alfonso VIII al no verse en clara superioridad decidió no entrar en batalla frontal… Alfonso VIII por entonces ya era  un veterano de guerra, desde su más tierna infancia mostró talento militar y político. 

  Al combate se dirigía lo mejor del ejército de Castilla, una derrota en una batalla campal de tal calado supondría que poco quedaría para defender el reino, más que las milicias urbanas y concejiles, es decir poco más que campesinos y artesanos con armas. No solo ante los musulmanes, peor incluso, ante de las ambiciones de  otros reyes cristianos.

    El tamaño del ejército almohade era de magnitud importante, difiere según las fuentes, y de gran versatilidad, resulta complicado creer que tan importante cuestión militar era desconocido para los generales cristianos.

    ¿Cómo explicar todo el desbarajuste, la precipitación, incluso como citan algunos historiadores la indisciplina de  la batalla de Alarcos?; también, en caso de que sea cierto que los otros reyes andaban cerca y acudían a combatir, ¿por qué no esperó fuerzas amigas?, una vez tuviera frente así y conociera de primera mano al ejército contra quienes tocaba luchar.

    Si cambiáramos a los protagonistas de El reino de los cielos, y fueran Alfonso VIII y el Califa Abu Yusuf, podríamos recrear como guionistas una conversación cinematográfica:

— ¿Cuánto vale Alarcos? —preguntaría el Almohade.

—Nada — contestaría Alfonso.

    La derrota es clara, el daño será grande. Alarcos no valió la pena, en realidad, conllevaría una gran pena y castigo en años posteriores. Pero, caminaría, se daría la vuelta y con el puño apretado, afirmaría el rey Cristiano.

—¡Todo!.

    Y todo sería la Batalla de la Navas de Tolosa, la batalla por la cual hoy España y Portugal conservan más iglesias que mezquitas.